viernes, 25 de marzo de 2016

Simonsberg de Munich - Daniel Alcoba


Simonsberg siempre descreyó, no tanto por agnóstico cientificista, como por soberbia creativa. Adolescente, porque era hijo de un ingeniero de imagen y sonido, cambió la noche de Munich, proyectando sobre la atmósfera de la ciudad, convertida en gran pantalla más baja que las nubes, donde representó el cielo de la noche en que él naciera, diecisiete años antes. Con esa provocación pudo ahorrarse todo ese tiempo, ya que había puesto su calendario personal a cero justo allí, en la ciudad natal.
Los especialistas de guardia del observatorio astronómico se dieron cuenta del juego enseguida, igual que muchos aficionados a la cosmología y un par de astrólogos profesionales. Un gracioso había convertido la ciudad en planetario, podían aceptar y aún seguir la broma, después de todo más alegre que la bóveda encapotada y como incendiada por los reflejos de la luces urbanas en los cúmulo nimbos, que era el cielo sin proyección. Pero el ardor juvenil exagera, y Hans Simonsberg, futuro Piojo de Cronos, devoto de la luna, pero también desenfrenado, no pudo resistir la tentación de generar una segunda luna en su cielo de síntesis, menguante.
Ese firmamento con dos lunas hundió en la perplejidad a todos los muniquenses distraídos o ingenuos: aquello del par de lunas les recordaba algo ominoso; pero como convertir grandes superficies en planetarios tampoco era novedad, porque lo hacían las estrellas del rock en sus recitales desde hacía muchos decenios; cuando Hans Simonsberg acabó de izar el menguante desde la superficie del río, los muniqueses se cabrearon: abucheo multitudinario.
El ingeniero de imagen y sonido Franz Simonsberg supo de inmediato quien era el autor de aquel cielo, lo supo cuando los peatones y paseantes de la Karlsplat comenzaron a señalar, a comentar a gritos, a reprobar aquella segunda luna menguante que de pronto había surgido del agua del río para elevarse igual que si fuera un globo de helio o una gaviota de luz emergida del fondo del Isar. Y como lo supo de inmediato, ya no pudo seguir cortejando a la señora que paseaba el perrito de lanas por la plaza, porque temió que a su hijo le diera a su vez por pasear naves alienígenas, ángeles de la muerte, vacas con alas, o cuando menos pájaros aciagos por aquel cielo de síntesis; de manera que se despidió de la señora del perrito para buscar enseguida un helitaxi que lo llevase hasta el taller. Y en efecto, el autor de aquel cielo era su hijo Hans, a quien pudo sorprender en plena proyección.
Herr Franz Simonsberg dudaba entre azotar a su hijo, puesto que había empleado unos proyectores de prueba, unos prototipos cuya potencia y características técnicas ignoraba él mismo todavía porque ni siquiera los había retirado de los cajones de embalaje con sellos de Shanghai, o bien felicitarle por el arrebato de genio. Pero corría el mes de julio, aún quedaban al monstruo de Hans unos cuarenta y cinco días de vacaciones antes de regresar a la universidad Politécnica, y si Franz no ejercía con un cierto rigor su autoridad paterna, su hijo acabaría inventando algún artilugio que sumiera a los muniquenses más impresionables y desinformados en el pánico, o lo que es lo mismo, en eventuales desgracias indemnizables que podían deparar la ruina financiera a la familia. Además de las multas de hasta cinco mil tetradracmas que le aplicaría la secretaría de Obras y Servicios Públicos del mandarinato que ejercía Jun Hen Meh, por añadidura, presidente director general de la Chou Hen Lai Corporation.
Y entonces tuvo la mala idea de recluirlo en su propio laboratorio de imagen y sonido durante el resto de aquellas vacaciones, para que el joven ideara «un modo eficaz de devolver bien por el mal que había hecho». Y cuando el precoz reformador del cielo astral preguntó cuáles fueran esos males. Su padre le explicó que justo cuando estaba por llevarse a la cama a una señora que paseaba un perrito de lanas por la Karlplatz, subió por el lado del río la segunda luna, y la mujer, en vez de mirarle a él que estaba a punto de soltarle una frase de irresistible seducción, dio en un asombro y nerviosismo que se acentuaría al oír el abucheo general, ¿a quién reprueban? ¿eso es un globo que simula ser otra luna? ¡Pero si vi en las noticias que hoy toca luna nueva, y lo que se ve es una menguante y otra creciente! Y en segundo lugar, por supuesto, debía considerar que en la ciudad había aquel año, de acuerdo con las estadísticas de la confederación europea de mandarinatos, trescientos mil melancólicos, muchos de ellos acaso incapaces de resistir la maléfica sugestión de ese cielo.
Que en tercer lugar, no puede cambiarse así como así la imagen de la noche en una ciudad como Munich, sin una autorización de la secretaría de marras del mandarinato muniqués y el visto bueno de la autoridad administrativa y de seguridad que tiene jurisdicción en el espacio aéreo. Mañana los eunucos de guardia en la tesorería del mandarín Jun Hen Meh le darían en propia mano la intimación al pago de una multa de cinco mil tetradracmas.
Fue en este momento, cuando intentara consolar a su padre del fracaso con la señora del perrito de lanas, cuando El Piojo de Cronos formuló por primera vez, aunque de una manera del todo intuitiva, rudimentaria, inconsciente, lo que con los años llegaría a ser el Teorema de Bell –Simonsberg: «Padre, –dijo El Piojo de Cronos– si has tenido durante un instante a una mujer que se te entrega, siempre tendrás la posibilidad de que se vuelva a entregar en el futuro, a menos que cometas torpeza a la hora de cortejar... Si ella se dejó llevar un momento por el ensueño de entregarse a una ilusión, lo único que debemos hacer es reproducir dicho período y encauzar el tiempo espacio hacia el objetivo pretendido: llevar infinitamente (∞) a la señora del perrito a la cama; apartando al chucho todo lo posible.»


Acerca del autor:
Daniel Alcoba

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