lunes, 14 de marzo de 2016

Mi casa es tu casa - Adriana Alarco de Zadra


Cuando decidimos alquilar la casa familiar para ir a vivir a un departamento y así cuidar los gastos, no pensé que sería un suceso tan abrumador.
Después de varias visitas de posibles inquilinos, decidí pintar la casa, arreglar la grifería, lavar las cortinas, cambiar el tapiz de los sillones porque a nadie le gustaba y todos tenían que objetar. Cuando hicimos los cambios y gastamos un dineral comenzó a llegar clientela que no quería muebles porque tenían demasiados en su otra casa y necesitaban alquilarla vacía para tener dónde ponerlos.
Llegó finalmente la pareja que la quería alquilar. Venían todos los días a tomar algo con aceitunitas, papitas, bocadillos. Conocieron a nuestros primos y vecinos. Nos consideraron grandes amigos hasta que les pedimos algo de dinero adelantado para no buscar otros inquilinos.
Nos dijeron que no podían por el momento, pero que iban a tratar de arreglar sus cuentas para mudarse cuanto antes pero al cabo de algunos días nos comunicaron que tenían que viajar. No lo han hecho aún porque a pesar de que han transcurrido más de seis meses, hasta ahora los sigo encontrando en el supermercado.
Una tarde llegó la señora Lenguado. "¡Yo la tomo! ¡Yo la tomo! ¡No me la pierdo esta casa!"
Estábamos seguros de haber encontrado una buena familia que nos alquilara la casa, pero tarde aquella noche, vino el esposo y preguntó: "¿dónde está el jardín?
La esposa respondió: "¡Estás parado en medio, y estás deshojando el jazmín con tu maletín de trabajo! "
A pesar de que aseguramos que no tenía mayor importancia que se hubiera desmoronado el jazmín con los manotazos del señor Lenguado, no hubo más remedio que acompañarlos a la puerta y saludarlos con dignidad cuando exclamó: "¡Mejor vámonos, no me parece tan grande ni tan bonita!"
No nos desmoralizamos y el cartel en la puerta de la casa seguía anunciando: SE ALQUILA.
Otra familia vino a ver la casa con un batallón de niños a quienes llamaban cada cierto tiempo con un silbato de policía cuando se desaparecían por los corredores.
"La casa es demasiado grande para nosotros", dijo la abuelita.
"Pero si quieren una más pequeña, ¿dónde les van a entrar todos los niños?", pregunté asombrada.
"No son nuestros, son los amigos de mi hijo", me explicó la nuera, "que como están de vacaciones, han querido venir a hacer un poco de turismo".
Regresaban familias enteras, trayendo parientes y amigos a visitar la casa pero nunca la alquilaban. Las excusas eran diversas: "Es muy lejos", "es muy cara", "es muy chica", "es muy grande", "tiene mucho jardín y no hay agua en la zona", "tiene poco jardín y adoro las flores".
Debajo del letrero que decía SE ALQUILA pusimos otro que decía:
La dejamos con perro guardián o sin perro, con muebles o sin muebles, con cortinas o sin cortinas, con lámparas o sin lámparas, con chimenea y leña para varios años, con tanques de agua por si falta agua.
Después de una avalancha de gente que aplastó los geranios, se durmió en los sillones, se peleó por ocupar el dormitorio principal, se meció en la hamaca y se llevó las revistas de la sala, nos aplastó el silencio. Durante tres días y medio no llamó nadie ni vino nadie. Pero pasó Navidad y Año Nuevo y mi casa volvió a ser la casa de todos los demás.
"Sabe, señora, el color blanco humo de las paredes es muy triste. Yo soy una mujer alegre, desearía pintar las paredes de rosado, celeste, amarillo patito, o a rayas blanco con azul marino", me explicó una posible cliente, y luego añadió: y, ¡claro! todo lo pagaríamos a medias porque no quiero que usted tenga tantos gastos....¿Está bien si me mudo y comienzo a pagarle el alquiler dentro de seis meses? Porque, sabe usted, tengo muchas deudas últimamente".
Finalmente, llegó de visita un gringo que visitó la casa y exclamó: "I love the house, I'll take it."
No lo podía creer. Después de oír tantas críticas, alguien amaba la misma casa que amaba yo y pensé que si no la alquilo de una vez, dentro de poco me vuelvo loca.
Es verdad que uno añora siempre el olor de la familia que sigue vagando por los cuartos, pero la vida se encoge y no hay necesidades que sean tan indispensables. Nos acostumbraremos a vivir en un pequeño departamento que tiene olor a asfalto y no a jazmín.
Entre los últimos clientes que vinieron a ver la casa , mientras el gringo se decidía a alquilarla, recuerdo algunos que nos dieron qué pensar:
Mr. Portodo, de pies y manos diminutos y regordetes, tenía que consultar con su decorador antes de alquilar la casa porque sólo él le podía decir si quedaba bien el dibujo floral de su porcelana con el jazmín oloroso del jardín.
La familia oriental que deseaba pasar un fin de semana en la casona, libre de gastos, antes de decidirse a alquilarla para ver si les gustaba el amanecer desde la ventana del dormitorio.
La última fue una joven señora muy decidida que preguntó que por qué deseábamos deshacernos de nuestra casa.
"No deseamos deshacernos de nuestra casa, mi querida señora, sólo deseamos alquilarla por un tiempo porque nos queda muy grande".
Ella contestó que los que decidían realmente si alquilar o no una casa para la familia eran sus hijos.
Por supuesto, nunca regresó con sus hijos de 6 y 7 años a decidir si alquilaban o no la casa, porque ellos jugaban pelota, hacían deberes, tenían que visitar a su abuelita y no les alcanzaba el tiempo.
Como sea que será, aquí estamos felices en el nuevo departamento, llenándonos de máquinas intrínsecamente malignas, como diría mi abuela: Hornos que cocinan solos y computadoras que piensan solas. Estoy feliz de haber finalmente alquilado la casa a un norteamericano que ha llegado a Sudamérica a enderezar entuertos, como hacen generalmente los gringos y los quijotes, pero sobretodo a alguien que la ama como yo.

Acerca de la autora:
Adriana Alarco de Zadra

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