jueves, 17 de marzo de 2016

La señal del Clemente – Daniel Alcoba


En el súbito derrumbe o la imprevista crisis de torpeza de su cuasieco Asifun no podía haber sino un nuevo mensaje del Clemente. En efecto, la bestia del Emir de los Creyentes fue la única de la parada y desfile que se comportó como un auténtico mamarracho. Sólo el cuasieco de Qobb al-Din marchó o trotó de un modo del todo indigno de un jinete beduino, para colmo jefe del arma de caballería. ¿Pero qué podía hacer? No hay que cambiar de cuasieco en medio de una algazara, dice un refrán beduino, que también vale para una parada.
De todas maneras, Qobb al- Din abrevió la revista a cuatro páginas: hizo un pasaje, con el cuasieco derivando hasta dos pasos a uno y otro lado de la recta axial. Algunos jinetes del 28º de Predicadores no pudieron ocultar los esfuerzos que hacían para no reír. Había quien se mordía los labios aprovechando la cubierta del bigote, la barba, y quien la lengua. El Emir estaba más que serio, temía que el animal se cayera de lado, de modo que intentaba concentrarse en lo que tendría que hacer en caso de derrumbe. En principio, quitó los pies de los estribos para girar en sentido contrario al de la caída de Asifun… Pero éste no se cayó, con perfecta indignidad caminó haciendo eses hasta el final de la línea, y Qobb al Din lo condujo a las cuadras de la comandancia.
Apenas hubo desaparecido el emir de la vista de la tropa formada, echó un pie a tierra y llevó al cuasieco por la brida hacia la cuasiequeriza. Él en persona le quitó los arreos.
—No se inquiete, soldado —le dijo a un asistente de cuadra que se acercó para ocuparse de la montura—. La silla se la quito yo mesmo.
Entretanto, el oficial al mando, en el patio de armas ordenó: “¡Rooooommm pan filas!”. Al mismo tiempo que las hileras y líneas se rompían, una carcajada unánime trepaba al cielo como una aclamación de la multitud.
El jeque apenas oyó un rumor, pero su amauta, que a la sazón hacia caracolear a Jhuchuy entre los cuasiecos de las compañías de predicadores, regaló al respetable la filigrana del trotecito bailado, que consiste en un andar de fantasía donde el cuasieco marca cuatro pasos con los cascos traseros por cada uno que da con los delanteros.
—¡Jinetazo, el Hatun Amauta! —gritó un recluta argentino, creyente, que estrenaba cuasieco, chilaba de campaña y Kalashnikov.
«Yaque Hatun Amauta» «Yaque, yaque Hatun Coranquenque», se saludaron los dos indios sabios, amauta y coraquenque.

Entretanto Qobb al-Din llevaba a Asifun dibujando eses con las cuatro remos. Apenas vio un montón de paja lo bastante grande, el malacara alazán se echó de bruces, estirando luego los miembros como si estuviera desperezándose. Acabado ese ejercicio, soltó primero una especie de bramido toruno que debió oírse a tres kilómetros de distancia; y a continuación, se tiró un pedo de gran volumen gaseoso que sonó con  estridencia de claxon alto. A continuación, apoyó la cabeza entre los remos delanteros, y rascándose las corvas con los cuernos, se puso a roncar como una escuadra de creyentes que duermen después de haber triunfado en el combate.

El jeque estaba mirándolo con pena. Fue justo entonces cuando llegó el Amauta ibn Quillán, todavía sosteniendo el trotecito bailado de su overo bicorne, que ya cortejaba el zapateo.
—Me temo que este animal esté bastante enfermo, Abdulá.
—No,  jeque, verá usted: se ha comportado como cualquier cuasieco pasado de ansiolíticos, Eminencia. Pero yo le suministré sólo una pastilla, en la dosis correcta: diez miligramos.
—¿Le has dado ansiolíticos y no me dijiste nada?
—¿Para qué distraerlo con menudencias, Emir? A los cuasiecos como el suyo, sobre todo antes de una revista o parada, hay que darles una pastilla de diez miligramos, es la norma. No olvide la publicidad de la tele, Pachanchik Jiqui:
Si el cuasieco está gruñón
Le da un toque de Ansinón.
Y eso es lo que hice, darle a Asifun una pastilla de Ansinón 10 en el interior de una algarroba. No entiendo por qué se puso así…
Qobb al Din reclamó al veterinario del Regimiento de Predicadores con el celular de campaña. El hombre, que llegó en apenas tres minutos, tomó el pulso y la temperatura al animal echado, luego le examinó la lengua, Asifun sacó de muy buena gana unos cuarenta centímetros de aquella, que bastaron para ensalivar la cara del sanitario, asquerosamente.
El jeque y su amauta se habían distanciado de las cuasiequerizas.
—¿Qué dijeron de mí los soldados al romper filas, Abdulá?
—Decir no decían, Pachanchik Jeque, pero reír, sí que reían, por la figura que hacían usted y Asifun, Eminencia, ¡jispaykukunapaqchi asiyn, jeque, jispaykukunapaqchi!
—¿Otra vez con el quechua? ¿Qué cojones significa lo que has dicho?
—Pues eso, que se meaban de risa, Eminencia, de la figura que usted hacía jineteando al cuasieco borracho. Me preguntó si este animal no habrá bebido alcohol en un descuido nuestro…
—¿Pero de verdad que alguno se ha meado de pura risa?
—Sí, jeque, algunos se han meado de risa. No se lo tome a mal; reían sanamente.
El jeque se mantuvo en silencio. También en el hecho de que sus oficiales y soldados se mearan de risa había un signo: estaba en Bolivariyya para imponer disciplina y concentración antes de los combates, y se convertía en el hazmerreír de la tropa.

La parada había sido breve no tan breve. No hubo discursos, nadie pronunció una palabra. Sólo se habían oído carcajadas, y se habían visto árabes, asiáticos, quechuas y aymarás meándose de risa con el espectáculo del Emir de los Creyentes que hacía de payaso sobre un cuasieco que iba tan borracho como un mero incircunciso.

Acerca del autor:
Daniel Alcoba

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