miércoles, 10 de febrero de 2016

Mi socio - Ana María Caillet Bois


Tome un taxi hasta el centro; no podía ir a buscar el auto al garage y no tenía tiempo de ir en ómnibus. Me senté y me puse a mirar por la ventanilla; necesitaba poner en orden mi cabeza. Habían sucedido tantas cosas en las últimas horas que mi sangre bullía y mi corazón palpitaba aceleradamente.
Siempre fui un hombre pacífico, incapaz de matar una mosca, y de pronto me había convertido en un asesino. Creí que lo tenía todo: una hermosa familia, una empresa próspera… ¿Qué le iba a decir a Delia y a los chicos? Lo más sensato sería irnos del país, huir antes de que la policía descubriera que maté a mi socio. ¡Pobre Alejandro! No logro sacar de mi mente la imagen del cuerpo ensangrentado sobre el piso de la oficina. ¡Tantos años trabajando juntos! Y con la confianza que le tenía… Las cuentas las llevaba él, claro; era contador y yo apenas había terminado el secundario. Más aún: tuve que ponerme a trabajar desde chico porque en casa nunca sobró un peso; éramos muchos hermanos y por más que mi padre trabajaba como un burro el dinero nunca era suficiente. Me casé joven y con Delia formamos un dúo espectacular; planificamos una familia con dos hijos para poder darles las oportunidades que nosotros no tuvimos. Y ahora pasarán a ser los hijos de un asesino, se van a convertir en parias, nadie los va a mirar y están en plena adolescencia, una edad difícil. ¡Qué espanto!
De pronto, sin pensarlo dos veces, le dije al taxista que volviera; debía enfrentarme a los hechos, no era hombre de huir. Y ahora que tenía apuro por llegar y ponerme a disposición de la justicia, el auto no avanzaba.
—¿No puede ir más rápido?
—¿No ve que el tránsito está imposible?
Por fin llegamos; pagué, no esperé el vuelto y entré a la oficina.
¡Qué raro! Todo estaba tranquilo, no había policías, los empleados trabajaban como en un día normal… y mi socio gozando de buena salud, sentado ante su escritorio.
Ahí me di cuenta de q            ue todo había sido un sueño, llamémosle una premonición; no lo había matado, no. Por fortuna mis hijos no eran los hijos de un asesino.
—¿Te pasa algo? —dijo Alejandro levantando los ojos de los contratos que estaba revisando.
—N-no, nada. —Le pedí que me esperara, que iba a hacer un trámite y me dirigí a toda velocidad hacia el banco que manejaba el grueso de nuestras operaciones, y cuando hablé con el gerente casi me desmayo, quedé a las puertas de un infarto: realmente Alejandro había retirado todo nuestro dinero.
Me repuse como pude y regresé a la oficina hecho una tromba. Apenas me vio, mi socio intuyó que me había enterado de lo que ocurría, mientras yo pensaba en Delia y los chicos para no matarlo. Sin embargo, logré calmarme; no me iba a convertir en un asesino, aunque mi primer impulso fue pegarle hasta destrozarle la cara.
—¡A ver qué explicación tenés para justificar lo que hiciste! —exclamé. Se puso pálido y tartamudeando contestó:
—Estoy en un… problema, Rodrigo. Sos hombre y me tenés que entender. Me enamoré de… Claudia, ¿sabés? A nuestra edad una pasión te devuelve la vida. —Claudia, nuestra secretaria. ¿Qué le había visto a esa mujer? La esposa de Alejandro era bella, inteligente. Alejandro dejó de taramudear y siguió tratando de justificarse—. Me voy con ella; nos escapamos a Brasil y no pienso volver nunca más.

—¡Con mi dinero! —bramé—. ¿De que sirvieron tantos años de amistad y confianza? ¡Traidor! —Se me hizo un nudo en la garganta y supe que me largaría a llorar como un niño. Pero en vez de eso, en mis labios empezó a dibujarse una sonrisa. ¿Qué era lo terrible de esa tragicomedia? Yo no me había convertido en un asesino, mis hijos no tendrían que avergonzarse de su padre, todo lo que me había robado era un poco de dinero… y yo no tenía la certeza absoluta de que en algún momento del futuro no me cruzara por la cabeza la idea de fugarme con una joven veinte años menor que yo. Lo urgente era conseguir un socio que recompusiera el capital de la empresa, y poner un aviso para conseguir una nueva secretaria.

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