miércoles, 30 de diciembre de 2015

El africano - Julio Ricardo Estefan


Era un negro fibroso y delgado, con la cabeza llena de motas matizadas de blanco. Una herida malsana, adquirida en sus años mozos, le cruzaba la mejilla derecha. Una obsesión guiaba su derrotero: había olvidado la cara del agresor y esto era suficiente para deambular, de pueblo en pueblo, buscando su mirada.
La consecuencia del olvido era un prontuario ajetreado de muertes sucesivas y la pertinaz persecución de un policía que ansiaba la gloria.
El africano sabía que el único ritual para cerrar su herida era hallar el puñal que la había producido y ungirlo con la sangre de su dueño.

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martes, 29 de diciembre de 2015

Cuento de navidad - Enrique Tamarit Cerdá


Los dos hombres recorrían sin urgencia el interminable pasillo, deteniéndose alguna que otra vez a comentar las circunstancias de los perturbados mientras los observaban a través de ventanucos. Ante una mujer joven, reducida a un estado de laxitud humillante por la medicación intensiva, el doctor enteró al cura:
La ingresó su afligido esposo. Se hallaba encinta sin haber consumado el matrimonio, pero negaba infidelidad alguna y repetía con vehemencia que el fruto de su vientre sería el redentor de nuestros pecados, según le anunciara un ángel.
¡Cielo santo! ¿Qué hicieron ustedes con la criatura?
Darla en adopción a una familia de orden.
Bien hecho. Nadie en sus cabales concebiría semejante patraña.
Éste es un mundo desquiciado, padre, puedo asegurárselo.
Cabizbajos, las manos a la espalda, se alejaron con el eco de su paso tardo resonando en los mármoles inmaculados.

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lunes, 28 de diciembre de 2015

Otro caballo - Sergio Gaut vel Hartman


—A caballo regalado no se le miran los dientes —dijo don Refulgencio Betinotti. El extraterrestre se lo quedó mirando con sus grandes ojos como platos y replicó:
—¿Saber caba-llo no ocupa lugar en na-ve? —Miró hacia un lado y otro y no vio a ninguno de sus compañeros—. ¡Ojo por diente por ojo diente!
—¡Estos gringos! Eso mismo, bien dicho: Dios le da pan al que no tiene con qué morderlo. Pero lléveselo con confianza, hombre, quiero decir, ser extraterrestre, que ese caballo no tiene un pelo de zonzo, ¡claro que no! Le va a gustar su planeta, seguro.
El alienígena, resignado, tomó las riendas del caballo Regalado y tironeó sin convicción del animal rumbo a su vehículo. La invasión había sido un fracaso. ¿Para qué querían caballos?

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Curiosidad - Héctor Ranea

 

Enciendo el televisor, como siempre, en el canal de noticias y encuentro una mujer llorando al camarógrafo. No sigo, paso al de películas nacionales y veo una mujer llorando. Pienso en las casualidades. Entonces paso a tres canales más allá y había mujeres llorando en cada uno de ellos. El canal condicionado tenía la escena de una mujer llorando. Los tres canales de música, el de audio estéreo, todos con mujeres llorando. Salté a los programas infantiles y todas las niñas lloraban en cada uno de ellos. Volví al canal de noticias y lloraba la señora. Fui al de comidas, la cocinera lloraba. Ya no consideré más la presunta casualidad, pues hasta la monja del canal cristiano lloraba. Así, sin explicación, las mujeres habían sincronizado su llanto.

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Héctor Ranea

Mercado - Esther Andradi


En el mercado me detengo ante la escultural calabaza. A un costado, una palta morada le hace un requiebro. La palta está partida a fin de demostrar eficazmente que es tan tierna como las que más. No puedo seguir adelante. Necesito confiar a alguien esta maravilla y entonces descubro que el mundo es un mercado y más valdría no hacer las compras sola.

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El antagonista - Julio Ricardo Estefan


He recibido una preocupante carta de mi adversario, donde manifiesta estar en un todo de acuerdo con mi último ensayo filosófico.
Esto me hace pensar que debe haber una fisura en mi razonamiento.
Tendré que encontrarla cuanto antes para evitar convertirme en mi antagonista.

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Diferencias - Carlos Barbarito


Dos ciudades exactamente iguales, una en la costa y otra sumergida. Lo único que las diferencia es el sonido de las campanas de sus iglesias, al propagarse por el aire y por el agua.
Dos aves, una ciega. Las dos cantan pero el canto del ave ciega se asemeja a un repetido y obstinado golpe de martillo sobre un metal que proviene del fondo de la tierra, al que sólo llegan las raíces.

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Carlos Barbarito

jueves, 24 de diciembre de 2015

Justificación filosófica - Sergio Gaut vel Hartman


—Si el trabajo es salud —dijo Ricardo, tirado en la cama— que trabajen los enfermos.
—El ocio es la madre de todos los vicios —respondió Marta, la mujer de Ricardo.
—Pobre mi madre querida —se lamentó Ricardo, recordando a la pobre vieja—, cuántos disgustos le he dado.
—¿Solo a ella? —se exaltó Marta—. ¿Y a mí?
—El que le roba a un ladrón merece cien años de perdón.

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Sergio Gaut vel Hartman

Niebla - Héctor Ranea

 

¿Cómo fue que no lo vi? En medio de la niebla amarillenta el barranco me pareció un arroyo propicio. Las pocas estrellas que buscaba y los anillos de Saturno, tan cercanos, confundieron mi pensamiento. Seguí galopando y caí. En mi cabeza quedaron poemas que nadie podrá leer y hechos de los dioses que no podré contarle a los humanos. Esta niebla amarilla me confunde todas las veces que pierdo la vida. Revivo cada tanto, es cierto, pero habiendo olvidado los poemas. Habiéndome robado los dioses los recuerdos que los involucran.

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Rocas - Eduardo Abel Gimenez



Las rocas, más altas que el barco, esperan que un golpe oportuno del mar les permita destrozar el casco de madera. Pero el barco se mece con suavidad, como dormido, a pocos metros. El mar está quieto, no hay viento, el cielo es azul. Durante la noche, hartas, las rocas levantan los pies del fondo y van a la carga.

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Los viejos baúles – Carlos Feinstein


Los esqueletos suelen tener preferencia por los baúles, vienen de noche cuando nadie los ve y de forma desvergonzada se acomodan en ellos, la mayoría de las veces hechos un desorden de huesos amontados. Yo tengo muchos baúles y quizás demasiados muertos en ellos. Pero son buenos, ninguno se queja, ni arman fiestas ruidosas a la madrugada.
A veces en las noches muy oscuras, alguno se reacomoda, pero nunca estoy seguro si los ruidos que escucho no son otra cosa que el producto de mi imaginación desbocada o de los remordimientos que ahogan mi conciencia. Cuando abro los baúles con temor, solo encuentro los huesos corroídos y desordenados.
Por las dudas, me aseguro que mi baúl preferido está siempre vacío, algún día lo necesitaré y creo que ya no falta tanto.

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Palacio - Daniel Alcoba


Yang Tzu se preguntaba si pegar los mocos semiduros o plásticos bajo la superficie de los muebles —mesas, sillas, poltronas, consolas, marcos de cuadros y espejos— cuando nadie nos ve, debía ser criticado desde la ética, estética, higiene, metafísica. O por el contrario, estimulado como acto de íntima comunión con el ser de los muebles, que en adelante registrarían también los dichos mocos —“pelotillas” en España, “bolitas” en Iberoamérica—, ya no contingentes, que cuando nadie mira pegamos en los sitios recónditos, en gesto que extiende a lisuras mobiliarias invisibles o ignoradas de todos parte de nuestra vida interior, para ungir lo casi olvidado —esa remota superficie de noble madera— con una secreción vecina a todo perfume.
Li Zeu, maestro de Yang Tzu, llegaría más lejos: Amasar los propios mocos es una sucia costumbre —observó— pero no obstante, con una buena cantidad de ellos puedes construir un palacio.

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domingo, 20 de diciembre de 2015

Tía Mecha - Ana María Caillet Bois


¿La nieve viaja en un pájaro?, se preguntó indignada tía Mecha cuando una fuerte nevada se desató justo en el instante en que ella estaba en la plaza. Salió corriendo para proteger de tan inesperado inconveniente la rizada y negra cabellera, que era su orgullo. Pero más fuerte corría tía Mecha y más se ensañaban los copos con sus rizos. A las pocas cuadras la cabeza se le había convertido en un ciclón y formando torbellinos la elevó por los aires. Fue como si un helicóptero vivo surcara los cielos haciendo girar las aspas blancas y negras a toda velocidad. Desde ese día  la tía Mecha no fue vista en ningún lugar del pueblo, aunque los que la conocieron sabían que la tan ansiada libertad se había apoderado de ella, finalmente.

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Defecto genético - Adriana Alarco de Zadra


Cuando me avisaron de un defecto genético que tenía por la parte femenina de la familia, pensé haberlo heredado de mi bisabuela o quizás fue de mi tía abuela, o de la amante del abuelo, esa a quien le compró una casona sobre el mar o fue quizás una granja o podría haber sido una cabaña en la selva, pero se me ocurrió que yo podría descender de ella que se llamaba Eusebia… si no me equivoco y se llamaba en vez Edelmira o Eustaquia. Lo que decía de este defecto genético es que fue la causa por el cual el abuelo no se llegó a casar con ella o quizás fue sólo un desliz de juventud como dicen, pero aquí estoy yo “deslizándome” en medio de la vida, o en la pista de patinaje o en el huerto del vecino… Pero… ¿de cuál defecto estábamos hablando?

Acerca de la autora:
Adriana Alarco de Zadra

La belleza del mundo - Fernando Andrés Puga


¿Me oís? Hacemelo saber, por favor. Estoy acá hace un buen rato, dispuesto a saltar, y sólo vos podés impedirlo. Tenés que hacer algo. No sé, cualquier cosa. ¿O creés que hubiera venido hasta acá sólo para ponerte a prueba?... ¡Ey! ¿No me oís? ¡Dale, hacé algo! Atrasar la puesta de sol estaría bien; nos daría un rato más para negociar. Es que si se pierde en el horizonte el último rayo, ese famoso rayo verde, saltaré y sin duda el golpe será fuerte. No hay chance de sobrevivir a semejante caída y lo sabés. Ambos lo sabemos ¿no? Así que apurate ¿querés? ¿No ves que empieza a hundirse el sol? ¿No ves que no hay nubarrones que escondan el inevitable desenlace?... ¿Que sienta el viento que asciende desde el río? Sí, lo siento. ¿Y qué? ¿Acaso piensas que es la señal que espero? En otoño, siempre sube este aire desde abajo del puente. Vengo acá desde niño... pero, ¡si lo sabés! Vamos; no juegues conmigo. Es ahora o nunca ¡cabrón!
Intenté convencerlo, lo juro. Sin embargo, no bastó un adormecedor sol bañándose en las tranquilas aguas del río, ni la melodía tierna de una bandada de patos huyendo hacia el atardecer. Tampoco el aroma a azahar traído por el viento desde los naranjos de la costanera, ni la sutil cadencia de los remos de los botes de paseo llevando parejas abrazadas. Nada. No hubo forma. Cayó como un paquete fláccido; sin reflejos. Creo que estaba muerto antes de golpear contra el frío pilar de cemento que sostiene el puente.

Acerca del autor:
Fernando Andrés Puga

El último marciano – José Vicente Ortuño


El último marciano, sentado en la cima de una colina, observaba el ocaso. La piel correosa de sus miembros y las placas quitinosas de su torso, estaban cubiertas de polvo rojizo. Sus grandes ojos, protegidos por un juego cuádruple de párpados, se mantenían fijos en la estrella que lucía durante el día y cuyo nombre había olvidado, si es que alguna vez llegó a saberlo. Tampoco el marciano lo tenía y, si lo tuvo, ya no lo recordaba. En el fondo de su memoria flotaban las imágenes de otros seres parecidos a él. Pero eso fue, recordó, cuando todavía corría agua sobre la superficie y sólo brillaba un lucero durante la noche. Recordaba muy bien cuando llegó el segundo lucero nocturno. Fue un gran cambio en su vida monótona y vacía. Hasta sintió algo para lo que no tenía tampoco nombre y que le hizo emitir absurdos sonidos entrecortados. Aquella noche redescubrió su voz. ¡Hacía eones que no emitía sonidos! Claro que, ¿para qué, si no había nadie más con quien comunicarse? Pero no tardó en volver a su mutismo. ¿Qué sentido tenía hablar consigo mismo?
La estrella casi había alcanzado el horizonte. El polvo que saturaba la atmósfera difuminaba su luz y creaba un halo a su alrededor.
Descorrió su cuarto párpado al tiempo que se giraba para mirar hacia atrás. La criatura seguía allí. Inmóvil. Mirándolo con su único ojo. Debía de sentirse tan solo como él, pues desde que se encontraron no había dejado se seguirlo a todas partes. Al principio intentó comunicarse, pero resultó muy extraño, pues, el ser que se desplazaba sobre seis miembros rodantes, respondía con una lentitud exasperante. Claro que él no tenía prisa y no había desistido de comprender de dónde venía y qué buscaba, porque parecía buscar algo, siempre escarbando en el suelo, recogiendo arena y piedras, observándolo todo con su ojo.
Había cosas de aquel ser de piel dura y brillante que no comprendía, como la extraña forma de desplazarse, haciendo largas pausas. Tal vez descansaba. Quizás pensaba la forma de continuar su camino. Parecía alimentarse de la luz de la gran estrella que brillaba de día. En eso eran parecidos, pues él acumulaba el calor del día para mantener en funcionamiento su cuerpo durante la noche.
La estrella desapareció engullida por las lejanas montañas. Descorrió el tercer parpado, que ya no le era necesario.
A pesar de que el extraño ser rodante no se movía durante la noche, en su interior podía percibir actividad. Veía el calor que emanaba de la criatura, oía la vibración de sus entrañas. Olía la energía moviéndose de un lado a otro.
Era completamente de noche. Descorrió los otros dos párpados y elevó su mirada a las estrellas. Allí estaban los dos luceros nocturnos, que se desplazaban en su siempre alocada e interminable carrera.
Recordó que, tras la aparición del segundo lucero, se distrajo infinidad de noches, calculando cuándo y dónde se adelantarían el uno al otro. Pero aquel baile irregular pronto se convirtió en rutina y perdió casi todo el interés por ellos.
Súbitamente algo rompió la rutina celeste. Un objeto nuevo y veloz apareció por un lado del horizonte, pasó entre los luceros nocturnos y se perdió en el lado opuesto. El marciano se irguió sobre sus cuatro miembros traseros y extendió sus membranas captadoras, intentando comprender aquella maravilla. Hasta que llegó el amanecer observó la nueva luz pasar a intervalos regulares y cuando la gran estrella apareció de nuevo, desapareció de su vista.
A mediodía, otra luz o quizás la misma, comenzó a descender hacia él.

Unos minutos después, en el Centro de Control de la ESA, el supervisor, de nombre Mariano y oriundo de Lepe, arengaba a los controladores…
—¡Pero, ¿cómo cojones lo habéis conseguido? Si Marte tiene 6.794,4 kilómetros de diámetro, ¿cómo coño lo habéis hecho para acertarle al último marciano y dejarlo convertido en gazpacho manchego? ¡Panda de inútiles!

Acerca del autor:

Referentes - Ada Inés Lerner


No hay hechos,
hay interpretaciones.
F.Nietsche

Era domingo por la mañana.
No perdamos la perspectiva, estamos aquí, en Némesis y nosotros, nuestro futuro es lo único importante. Era inusual en mí ese tono y él se sorprendió.
Clara, mi amor, es mi trabajo… es mi planeta el que está en peligro.
Tu planeta, “damm”, los humanos lo han convertido en un infierno, la temperatura quema todo, la foto de los niños que llevaste la última vez se inflamó y ardió. Los humanos son los responsables, tenés una familia aquí, ¿para qué volver?
Porque debo ayudar a mi gente. Te amo, Clarita, amo a los niños… tampoco Némesis es seguro. Subimos al auto.
En cierta forma tenía razón: un asteroide del tamaño de un portaaviones pasó el martes cerca de nuestro pequeño planeta, en el encuentro más cercano de una roca espacial de tal tamaño en más de tres décadas.
Los científicos no habían descartado cualquier posibilidad de una colisión y lo siguieron con sus telescopios para aprender más sobre el objeto conocido.
Él había sido llamado con urgencia desde la NASA.
Estábamos en la pequeña estación de servicio camino al laboratorio especial de Némesis. Como tantas veces años atrás. No sabía cómo impedir que se fuera.
Éramos tan diferentes que resultaba difícil encontrar puntos de encuentro, aún cuando nos amábamos mucho y disfrutábamos de nuestros juegos amorosos, para él era increíblemente erótico jugar con mis seis extremidades, y para mí su cuerpo velludo era una caricia sublime; aún queriéndonos mucho, él era terráqueo y yo nemésina o ET como solía decir.
Me llevaba en su nave desde nuestro hogar en la playa donde desde hacía varios años toda la familia pasaba los fines de semana, feriados largos y vacaciones que le concedían en la NASA, hasta la estación de micros para que luego yo me fuera a dejar a los niños a la escuela y a trabajar hasta que regresara quién sabe cuándo…
Sabíamos que por mucho tiempo ése era nuestro último domingo. Los científicos de la Red del Espacio Profundo lo llamaron porque él debería abordar una nave rumbo a la ciudad satelital.
Ese momento yo ya lo había vivido antes. ¿Cuándo? Con mi padre, con mi esposo y con él, el terráqueo, todos los años, y en todos los encuentros y sin embargo, eso que a mucha gente les da seguridad y fuerza para enfrentar el resto de su vida, a mí me dejaba indefensa como si estuviera ante un fracaso sentimental.
Enorme alegría esperándolo cada vez y más grande la tristeza cuando, por alguna emergencia, me dejaba para volver a la estación espacial... o a su planeta maldito.
Una vez le escribí con desesperación: No te quiero más, y el papel se mojó con mis lágrimas…
Hacía muchos años yo había sido astronauta y volví a sentir el mismo abandono. Huérfana de padre, que falleció en un enfrentamiento espacial, viuda de mi primer esposo, que viajaba por el espacio en largas guardias de seguridad de nuestro planeta e investigador de la Red y ahora él, sentí que en poco tiempo había perdido para siempre los referentes más fuertes.
En cierta medida los hombres más importantes de mi vida...
Él ya se había ido cuando noté movimiento en el edificio de la estación cercana a la ruta. Un Vigilante Espacial, V.E., de los que respiran argónbien pertrechado, entrevió un bulto informe en la ochava bajo un balcón que desprotegía su cuerpo sucio, plagado de garrapatas, invadido de sarna. La senilidad y el abandono le habían destruido el habla pero percibía algunos sonidos.
Quizá era uno de los últimos que habían ingresado en un viaje irregular. Su destino: un hospicio. Su pasado: abandonó y fue abandonado.
El terrícola viejo, fracasado nos decimos los nemésicos, es temido o despreciado por sus semejantes hasta que la vida ya no es vida sino una iniquidad que se arrastra o quizá postrado en estado cataléptico: el cuerpo ya no tiene sensaciones, queda inmóvil, en una postura indefinida.
Finalmente se había convertido en una bestia ilegítima para su sociedad pero no para nosotros, el V.E. lo fundió en una sola mirada y afrontó la llamada telepática desde la morgue que le reclamaba una respuesta.
El V.E. no lamentó perder un rato de esa mañana diáfana de domingo (seguramente sería recompensado) sólo esperó pacientemente hasta que su presa fue abducida y se perdió en las rondas en busca de otro recuerdo.
“No perdamos la perspectiva, yo ya estoy harta de decirlo, es lo único importante”
Quizá no debí expresarme así: palabra errada y bola suelta no tienen vuelta.
Era domingo por la mañana. Otro pequeño asteroide pasó el sábado cerca de Némesis. Esta peligrosa situación se estaba repitiendo con demasiada frecuencia…

Acerca de la autora:
Ada Inés Lerner

miércoles, 16 de diciembre de 2015

Saber qué putas vendrá del cielo - Daniel Frini


El profeta esperó, con la convicción de saber que todo estaba hecho, el rebaño preparado, los sacrificios completos y las rogativas pronunciadas. El sol del amanecer del último día coloreó las nieves de las montañas lejanas. 
Se sentó en el suelo de la terraza y se sirvió una copa de un pinot blanc, cosecha dos mil. El libro le había hablado diciéndole que sería tal y cómo estaba ocurriendo. Sonrió y suspiró. Todo estaba perfecto.
Bajó la vista y su rostro palideció. El profeta lloró al ver una mosca en su copa de vino.

Acerca del autor: 

Ciencia Ficción - Adriana Alarco de Zadra


Cuando pienso que estuve a punto de casarme con un escritor de ciencia ficción… me estremezco. Hoy estaría viviendo en Ganímedes, una de las lunas de Júpiter. Habría pasado mi luna de miel cruzando la aterradora mancha solar a caballo de un cometa, bajo una lluvia de meteoritos. Habría vivido espantada del empuje de los vientos solares o cabalgando centauros y visitando estrellas perdidas en la galaxia. Felizmente vivo tranquila y sin sobresaltos. Soy la esposa respetada de un político que llegará a ser muy pronto Alcalde de la ciudad Futuris en Marte, cuya misión es evitar que circulen terrícolas en la ciudad porque son agresivos y pendencieros. Mis cuatro hijos, todos jóvenes ejemplares, llevan adelante la empresa familiar la cual se ocupa de las naves que salen de la Tierra a las lunas de Marte y viceversa. Gracias a los consejos de Zeus, soy una marciana muy feliz.

Acerca de la autora:


Noctuario incompleto - María Elena Lorenzín


La fealdad es una máscara que oculta la belleza interior, escribió Trígimo en su noctuario. ¿Acaso no es una prueba más que nos pone el Creador para templar nuestros ánimos y forjar nuestro espíritu? Sin duda, los feos somos los elegidos del planeta, lo que quedará cuando se deshilachen las apariencias y todo vuelva a la gran nada. Sólo los débiles se encadenan a la falacia de lo bello, sólo los débiles y los falta de esp… Trígimo no tuvo tiempo de completar la frase, tampoco de escribir que nació tan poco agraciado que hasta su propia madre lo abandonó.

Acerca de la autora: 

En paz - Fernando Andrés Puga


Todo es oscuro y no hay luz asomando en el fondo del túnel. Avanzo a los tumbos y a medida que avanzo un murmullo crece entre las sombras hasta resonar en cuanto espacio cavernoso hay en mi cuerpo. Afino el oído. No sé qué melodía inunda el aire, no sé de dónde viene, aunque tiene el poder de disolver la cascada de preguntas que aún navegan en mi boca. De a poco se diluyen otros ruidos que no se resignaban a morir y al llegar al último recodo descubro que es mi voz la que retumba ante la nada. Mi voz que nada dice. Canta. Sólo canta. Y son notas perfectas como el aire de cristal que me rodea. Notas que adormecen estas postreras lágrimas. Lágrimas que al fin no desafinan.


Acerca del autor:
Fernando Andrés Puga

sábado, 12 de diciembre de 2015

Los juegos de azar son perjudiciales para su salud – Héctor Ranea



—Este… Jefe. Me parece que fue un error, si me permite —dice Gabriel con timidez.
—¿Qué fue un error? —truena sin atisbo de duda el Súper recontra megacapo.
—Y… eso de que ... el Universo fuera cuántico… me parece que muchos se preguntan si Usted le da a los dados, ¿vio?
—¡Yo, jugador compulsivo? Mejor salí volando antes que te de una patada. ¡Rajá!
Gabriel se hace repelús.
Acto seguido el Súper recontra megacapo, babeando, mira sus juegos de dados y sigue:
—¡Afganos… ah! ¡Japón… ah! ¡Asteroides… mmm! —tirando los dados cada vez que termina su exclamación tonante…

Acerca del autor:
Héctor Ranea

Punto de vista - Héctor Ranea


Como todas las noches, él cruza la plaza en diagonal y me le acerco; parece distraído, distante, indiferente, parece no escucharme pero yo veo que le cambia el reflejo de la luz en los ojos, que respira diferente cuando le cuento lo que podemos hacer juntos por un módico precio que podemos convenir. Parece incluso que su corazón pierde el ritmo de un caminante y se convierte en el de un bailarín de burdel. Me da cierta tristeza su apatía porque sé que le gusto, ya que al tocarlo responde y su pulso se debate entre la furia y el control. Como todas las noches, cuando llegamos al ángulo opuesto de la plaza él se desvanece cruzando la calle y vuelvo a mi guarida a esperar que pase otro solitario, mientras canturreo un tango de esos que me encantaba cantar en el burdel, allá en el Sur.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

Los anteojos de Foucault – Héctor Ranea


Hay negocios de óptica que venden anteojos para mirar de lejos que se los das a una amiga y ella, al ponérselos, te permite ver las cosas que ve ella. También están los de mirar de cerca, que uno tiene que pegar a las cosas; entonces los animales que, vistos desde los jarrones chinos parecen zorzales, pasan a parecer trompetas de Miles Davis con plumas. Son divertidos los anteojos cilíndricos que usamos para llevar leche y prepararnos un Toddy mientras leemos un libro de Foucault que, como en mi caso, sólo llevo 25 años tratando infructuosamente de pasar el capítulo que menciona a Borges porque me quedo como un animal que, visto desde cerca, parece una mariposa enganchada con un alfiler de gancho y no puede volar sin llevarse los anillos del emperador con ella. Estoy esperando que levante vuelo y me regale un anillo de esos.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

Humagófagos y deglutidos – Héctor Ranea



El artropozopo se atorondró como en su cungra. Así acomodado intentó almorzar al humago que había capturado en la ciudad. Mas eso no era su cungra, más bien una trampa de canzigranes que parecía abandonada. El tonto artropozopo ni por el olor se dio por enterado. Pobre. Un holgazán canzigrán que acertó a volar justo por esos lares lo detectó, lo ancló y lo deglutió con su particular juego de pinzas, mientras le decía al humago que debía agradecerle, pero lo dijo con la boca tan llena de artropodopo, que el bípedo se confundió y agradeció, señal que esperaba el cazador para mandarlo a la olla.
Es que los humagos no me gustan crudos murmuró.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

Confusión quinielera – Héctor Ranea


—¿Qué hizo! ¡Por favor! La verdad, no lo puedo creer, sinceramente. Estoy consternado. ¡Todo lo que costó hacer esta reforma y mire con lo que sale! ¿Con qué cara vamos a pedirle a la gente que nos visite con recogimiento?
—Mire, señor Obispo, lo lamento si no le gusta mi reconstrucción de la iglesia tan venida abajo. No tenía más que leer lo que ustedes dicen: la Iglesia es un faro. Bueno, yo en lugar del campanario hice una linterna. ¿No es cool la metáfora?

Acerca del autor:
Héctor Ranea

martes, 8 de diciembre de 2015

Entrampado – Sergio Gaut vel Hartman


Noche fría y lluviosa. El hombre espera un ómnibus, un taxi, un carro, cualquier cosa que lo lleve a su Destino. Pero tal vez por uno de esos caprichosos cambios de humor que suele experimentar el universo, a Destino le ha sido asignado otro destino. Y aquí sigue nuestro hombre, empapado de agua y desaliento, impertérrito, ajeno a la fatalidad que le impedirá reunirse con su amada… por lo menos por el tiempo que al lector le demande leer esta triste historia.

Acerca del autor:
Sergio Gaut vel Hartman

Consecuencias de la fotofobia – Héctor Ranea


Como vivió en la oscuridad y con varios gatos, aprendió a caminar sin levantar los pies para no pisarles la cola. Como tuvo poca agua, se acostumbró a no bañarse. Como no comió una comida entera, aprendió a robarle a sus gatos lo que estos robaban. El no comer le trajo una complicación a su deteriorada vista: su fotofobia se convirtió en furiosa reacción ante la luz. Se lo oye arrastrar las piernas y se piensa en un geronte aunque tenga menos de cuarenta. Se lo escucha patear los diarios con los que armó su sendero y se piensa en un perro pataleando. Se lo escucha armar los oscurecedores de ventanas con diarios robados y se piensa en un murciélago que se limpia las alitas de cuero. Estamos preocupados porque en estos últimos días no escuchamos a los gatos y pide sangre como quien pide pizza, por teléfono.

Acerca del autor:

Hay una salida – Daniel Frini


Hoy se suicidó. Se cansó. Ya no quiso más. 
La jornada empezó como siempre, manchada de color gris rutina; y apenas abrió los ojos, recordó que sería como todos los días anteriores y los que vendrían después. Una voz apenas audible surgió desde el fondo de su mente y le dijo en un susurro
—Hay una salida, hay una salida.
Mientras empezó sus tareas el sentimiento de tedio se hizo cada vez fuerte y, entonces, como una pequeña grieta, la idea se instaló en su cerebro en forma de pregunta
—¿Hay una salida?
Y aún suave, la voz le repitió
—Hay una salida, hay una salida.
El día avanzó lento y el hastío fue ganando terreno; mientras la voz, cada vez más fuerte, repetía
—Hay una salida, hay una salida.
Pensó en la vuelta a casa en la que nadie lo esperaba y donde repetiría lo mismo de siempre, los mismos gestos, la misma agonía. 
A la hora dieciséis, veintitrés minutos, cuarenta y tres segundos treinta y cinco milésimas, poco antes del horario de finalización de su  trabajo lo decidió, descubriendo que la voz en su cabeza, que ahora era la suya propia decía, casi en un grito
—Hay una salida, hay una salida
Se reclinó hacia atrás en su asiento, pronunció una plegaria en un susurro, dirigió su mano hacia su pecho, abrió de un tirón la placa de reparaciones y muy lentamente quitó su batería atómica.
Sus ojos duraron encendidos lo que tardaron en descargarse algunos capacitares de su cerebro positrónico.

Acerca del autor:
Daniel Frini

Olor a tierra mojada - José Vicente Ortuño


Refugiados bajo un saliente rocoso, un padre y su hijo observaban la lluvia.
—¡Papá, cae agua del cielo! —dijo el joven.
—Sí, hijo, por fin llueve —respondió el adulto.
—Es muy raro, ¿verdad?
—Hace unos siglos era natural, formaba parte del ciclo climático.
—¿Por qué dejó de llover? —preguntó el joven, sin llegar de entender lo que decía su padre.
—Porque la humanidad creció de forma desmesurada, consumió los recursos del planeta, destruyó los bosques que generaban el oxígeno y contaminó la atmósfera con gases venenosos. Todo ello hizo que el clima se estropeara. Pero la naturaleza es sabia y, poco a poco, está volviendo a la normalidad.
—Ah, ¿y ya está arreglado?
—Sí. Verás hijo, cuando el clima cambió el noventa y nueve por ciento de los habitantes de la Tierra murieron y…
—Pero nosotros no morimos —interrumpió el joven.
—No, nuestros antepasados se adaptaron volviendo a sus raíces.
—Entonces ¿la Tierra volverá a ser tal como cuenta el abuelo?
—Sí, dentro de algunas generaciones volverá a ser como era antes de que la humanidad la devastase. Y las plantas y animales repoblarán el planeta por completo.
—¿Y si se estropea otra vez?
—No hijo, eso no volverá a pasar, porque nosotros no vamos a dejar que suceda de nuevo. ¡Mira, ya no llueve! Volvamos a casa.
—Sí, papá.
Los bosquimanos salieron de su escondite y caminaron por la sabana, disfrutando del exótico olor a tierra mojada.

Acerca del autor:

viernes, 4 de diciembre de 2015

Que vengan los invasores – Sergio Gaut vel Hartman


Llegaron los extraterrestres, pero no fue como las malas películas habían pronosticado. Invadieron, 
sí, eran  invulnerables, en efecto, no se los podía dañar ni con armas atómicas, tretas o brujerías. Y no eran para nada sanguinarios, en absoluto, sino bonachones y simpáticos Lejos de herirnos o humillarnos, se ocuparon de aprender nuestros idiomas y aceptar nuestras costumbres. En síntesis: nos trataban como magnánimos vencedores. No lográbamos salir de nuestro asombro. Hasta tal punto llegaban, que uno de los jefes invasores, en una entrevista concedida al canal de noticias Euro News, declaró lo siguiente:
—Estamos muy felices de haber conseguido esta victoria, que se debe al trabajo en la semana y a la buena estrategia diseñada por nuestro director técnico.
—¿Quiere agregar algo más? —dijo el periodista manteniendo el micrófono a una distancia respetable de las fauces del monstruo, repletas de filosos dientes.
—Sí, que dedicamos este triunfo a todos los escritores de ciencia ficción de la Tierra, que siempre creyeron en nosotros.

Acerca del autor:

Supersticiones - Ana María Caillet Bois


Chuchi era muy insegura. Había crecido rodeada de gente grande y supersticiosa, por lo que todos los días debía escuchar la misma cantilena: no abras el paraguas dentro de la casa, cuidado con el gato negro, no pases debajo de una escalera.
Llegó un momento en que no se animaba a salir de la casa, y cuando lo hacía, caminaba mirando las baldosas para no pisar las uniones, ya que traía mala suerte.
Así transcurrían sus días, hasta que una mañana escuchó ruidos en la puerta de calle. Un sordo clamor invadió el espacio, y venciendo sus miedos tomó el picaporte con decisión y se asomó cautelosa. Se detuvo, asustada y alegre a la vez, porque ante sus ojos estaba la tía Genoveva, quien vivía en Brasil y había regresado a visitar a la familia.
Chuchi no sabía si reír o llorar ante el espectáculo: ahí estaba su tía más querida, regordeta, alegre, simpática, ataviada con un vestido estampado de grandes flores amarillas y un sombrero con frutas; en una mano sostenía con fuerza un canasto del que asomaba una larga cola negra. Alarmada por las cosas que su mamá solía decir de Genoveva, Chuchi dio un paso atrás para cerrar la puerta, pero la tía ya había puesto en sus brazos a Isolina, la gata negra mientras decía:
—Es mi mascota preferida—agregando con rapidez—: ¿puedo entrar?
Chuchi temblando, con Isolina en los brazos la hizo pasar. Genoveva dejó en un rincón su gran paraguas azul y desplegó una escalera portátil para ajustar una lámpara.
—Vine preparada para emergencias —acotó.
—¡Por favor, tía, cierre el paraguas! —Chuchi empezaba a entender por qué su mamá y su tía se llevaban tan mal y preferían mantenerse lejos la una de la otra.
—¿Por qué, m'ijita, si es de un hermoso color? 
—¿Cuánto tiempo te vas a quedar? —preguntó Chuchi.
—Todo el que sea necesario —respondió la tía.
Y allí van, tomadas del brazo. Chuchi ya no camina mirando el suelo, va con la frente bien alta, luciendo su espléndida belleza. Pasan debajo de las escaleras, se cortan las uñas los martes, miércoles y viernes, buscan y alimentan gatos negros, y abren sus paraguas, azules y violetas, adentro de la casa, cuando brilla el sol.

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Primos - Fernando Andrés Puga



Verónica y Lara no saben que Javier se olvidó de comprar el regalo y van confiadas a la fiesta de cumpleaños de la abuela. A Lara no le va a importar, siempre está en otra, pero Verónica… ¡cómo se va a poner! Ella no quería que Javier se encargara, pero Germán insistió tanto que tuvo que acceder. Germán dice que Verónica tiene que aprender a delegar, que no puede ser que ella tenga que ocuparse de todo. A fin de cuentas la abuela es de todos y no puede ser que Javier siempre zafe. Pero pensándolo bien… ¿Germán de qué se encargó? Ese sí que es un vivo bárbaro.
Por suerte el abuelo avisó a tiempo que hay cambio de planes. A un velorio no hace falta llegar con un regalo y de las flores seguro que se van a encargar los tíos.

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Fernando Andrés Puga