jueves, 29 de octubre de 2015

Clases intensivas – Sergio Gaut vel Hartman


—Esto es una encina —dijo el maestro—. Y esto es un pato. —Caminó unos pasos y tomó un arco de los que solían usar los quapaw de Tourima—. Esto es un arma destinada a enviar dardos para que se claven en la carne de los enemigos. —Se rascó la cabeza tratando de definir una estrategia para explicar “solipsismo”, “promoción” y “desamparo”. Recorrió con la mirada a la decena de theghianos recién llegados de Theg que lo contemplaban con la boca abierta. No entendía nada y nunca entenderían. Definitivamente, educar a esos extraterrestres anaranjados, de ojos acuosos y tantos brazos que se parecían a la diosa Kali, era una tarea que lo superaba.

Acerca del autor:
Sergio Gaut vel Hartman

Línea sucesoria – Héctor Ranea


—¿Cómo dijo?, ¿Kazka? ¿Entendí bien? —dijo el Dr. Furcis, el encargado de ablaciones.
—Efectivamente, soy el último de la serie.
—Según el anágrafe, además, es el único vivo.
—En efecto Kaaka murió en 1823 en una novela de dos centavos que escribió por encargue Flash Dickens.
—¿Cómo dijo? ¿Flash Dickens? A ese aún no lo tengo.
—Es que publicó con pseudónimo. Eso. Escriba pseudónimo. No vaya a poner seudónimo que me viene la carraspera.
—Pero Kaaka murió hace mucho para nosotros, aunque no tanto para ustedes. ¿Lo conoció al famoso Kauka?
—Tío abuelo de mi abuelo. En los mentideros de la familia se dice que es tío por parte de la abuela. Hay un poco de cruces por eso.
—¿Y qué escribió? —cambió rápido el frente el Dr. Furcis como para forzar una contradicción.
—¿Kauka? Que yo sepa escribió un poco sobre el monóxido de carbono, sobre las manchas de estaño y una guía de restoranes de Praga. Se hizo famoso por un graffiti en la entrada de una posada.
—Me refería a usted.
—¡Ah! Perdón. Escribí una novela que quiere ser la continuación de América, del recontra-tatarabuelo Kafka.
—¿La tiene consigo?
—Ni loco la saco a pasear. Es peligrosa. Si la lee un desprevenido puede sentir demasiado terror. América es de terror, ¿sabe?
—¡Me lo va a decir a mí! —replicó casi con orgullo Furcis—. Estuve en todas. Pero en esa suya no lo recuerdo, le juro.
—Es que usted en esa continuación (no digo que no haya otras) apenas hace un papel de funámbulo dormido o sonámbulo y se cae a los dos capítulos de empezada la novela. 
—¿Muero y nadie me dijo nada? ¡Estos de la editorial son obscenamente crueles!
—Es que, en realidad, no lo hemos publicado aún. Está muriéndose.
—¡Acabáramos, muchacho! Bueno, supongo que mis últimas palabras serán: Gusto de haberlo conocido Mr. Kazka, saludos a Franz.
—Serán dados, pero me temo que por usted.
—Claro. Sí; claro. Tiene usted un gran sentido del humor.
—Heredado de Franz, por supuesto —contestó Kazka. Furcis ya se había excedido más allá de las últimas palabras, pero serían borradas de su archivo.
América seguirá navegando hasta que la publiquen: Kazka not dead.

Acerca del autor:

Almas de diamante - Fernando Andrés Puga


—Aquí tiene, mi princesa.
Ella extiende la mano y aguarda. Cuando palpa la suavidad del vestidito y de las alas que tiene en la espalda, responde.
—Gracias, señor Quasimodo. Esta hadita azul es una de las más bonitas que me ha traído. Vino del cielo ¿verdad?
—Sí, desde cielos lejanos, montada sobre una golondrina.
Después de sonreírle, Esmeralda se aleja del brazo de la chica que la acompaña hasta el puesto de muñequitas de porcelana fría que Quasimodo tiene en la feria artesanal que se inauguró hace un año en la plaza del barrio. Desde aquel lejano día, pasa cada domingo a buscar un hada. Juntos le inventan un color, le ponen un nombre, le entonan canciones de cuna y vaya uno a saber cuántas otras cosas. No se ausenta ni aunque llueva o el frío se haga sentir. 

Hoy Esmeralda no vino y ahora que el sol se pone y hay que levantar los puestos, Quasimodo se resiste a partir. Ya llegará, se esperanza, pero con la noche cae también la ilusión de volver a oír esa voz cantarina capaz de transformarlo por un instante en el príncipe que la llevará a palacio en su brioso corcel.

Acerca del autor:
Fernando Andrés Puga

Clonandino - Adriana Alarco de Zadra


La clonación en estos últimos años ha avanzado a pasos agigantados. El Laboratorio Clonandino se especializa, no solamente en clonar animales para mejorar las razas y producir sanos y fuertes ejemplares de caballos, carneros, cerdos, conejos y gallinas para uso y consumo de la población, sino también otras avanzadas, modernas e inusitadas investigaciones.
Estamos orgullosos de contar con ameritados científicos que prosiguen con dedicación y esfuerzo los estudios para clonar especies en vías de extinción, como son la chinchilla, el ronsoco y la vizcacha entre los mamíferos de la zona, el caimán, la iguana y la tortuga entre los reptiles y la gallareta, el ñandú, el paujil y el zambullidor entre las aves.
Clonandino también ha tenido el acierto empresarial y humanitario de clonar miembros para los discapacitados. Se ha podido insertar un ojo en la órbita visual de un paciente, desgraciadamente tuerto de nacimiento, quien ha quedado perfectamente sano, con una vista excelente en ambos ojos, uno de ellos clonado. Estimulados por el éxito de dicha operación se han empezado las investigaciones para hacer crecer piernas a quienes las han perdido, y también brazos. No se ha discutido aún, en el afamado laboratorio, la posibilidad de clonar cabezas porque todavía no está al alcance de los progresos que se han hecho hasta hoy, como ha explicado uno de los eximios científicos de dicha institución. Sin embargo, creemos que no está lejano el día en que se pueda perfeccionar la ciencia de la clonación de miembros individuales en los seres humanos y que se puedan clonar así todas las partes del cuerpo humano.
Últimamente, según ha explicado a la prensa el enviado especial del Laboratorio Clonandino, los científicos se están dedicando con empeño al desarrollo e investigación de la clonación del miembro masculino para quienes lo han perdido accidentalmente o, a causa de su avanzada edad u otros incidentes, no le funcione debidamente. Se ha ejecutado, con gran éxito también, el implante del órgano, pero se está estudiando la forma de hacer posible el crecimiento individual del miembro en el cuerpo humano. Todo ello está descrito minuciosamente el libro que acaba de terminar el Dr. Néfast, gran cirujano de la institución.
A esta investigación no se le ha dado aún la debida publicidad pues existen algunos puntos y pautas en los cuales los científicos no se han puesto de acuerdo. Sobretodo por la incesante indiscreción de los miembros de la entidad llamada Dediconin, que salvaguarda los Derechos de los Discapacitados que sirven como conejillos de Indias en los experimentos del Laboratorio Clonandino. Por esa razón, se ha dado prioridad al análisis de los hechos. Aún se está tratando de develar el misterio que rodea la desaparición de algunos pacientes, de los cuales no se halla el paradero desde hace ya un par de meses, y no se han podido encontrar huellas de lo sucedido.
El familiar de uno de los desaparecidos ha informado a Dediconin, que Clonandino ha practicado experimentos prohibidos con varios pacientes, entre ellos su anciano padre, pero aún no existen las pruebas de sus acusaciones. Los científicos han descartado como ridículas las elucubraciones de la persona en cuestión. Según el señor Perico de los Palotes, persona que ha iniciado la gestión en contra del laboratorio, las personas desaparecidas han muerto. Su explicación es que, siendo alérgicas a las sustancias inyectadas en los pacientes para producir la clonación individual de partes del cuerpo humano, el Laboratorio Clonandino se ha visto en la necesidad de deshacerse de dichos pacientes por lo que probablemente están muertos y enterrados. Está armando un gran alboroto porque asegura que a causa de la expectativa que se levantó al enterarse la prensa de tan extrañas manipulaciones para volver más varoniles a las personas, la fatalidad se había ensañado contra esas pobres criaturas usadas para los experimentos fatídicos.
Como en una película de horror, está azuzando a la gente para que asalten el prestigiado Laboratorio Clonandino y tumben las paredes del sótano detrás de las cuales se habrían enterrado los cuerpos monstruosos y distorsionados de los pacientes usados en dichos experimentos y manipulaciones. Asegura que durante una visita vio un cuerpo que poseía dos cabezas sobre un mismo tronco, y otro a quien le creció un ojo en la frente en vez de crecerle en la orbita visual. También tiene la pretensión de haber visto con sus propios ojos a su anciano padre a quien le habría crecido un tercer brazo en la zona inguinal en vez del miembro varonil.
Imaginarse esos seres deformes debe ser producto solamente de una fantasía enfermiza y corrupta. Por lo cual, en vista de tan alocadas e inverosímiles historias, se ha decidido poner fin a la cruenta especulación malvada y feroz, y encerrar a don Perico de los Palotes en el manicomio de la ciudad más cercana. El Laboratorio Clonandino seguirá estudiando, experimentando y llenándonos de orgullo patriótico, según lo que ha dictaminado el Juez de Primera Instancia. La entidad Dediconin ha declarado que no cejará en su empeño y seguirá sus investigaciones para defender los Derechos de los Discapacitados usados como conejillos de Indias.

Acerca de la autora:
Adriana Alarco de Zadra

Odio los gusanos - Daniel Frini


Odio los gusanos. No me gustan. Me hacen cosquillas y, como saben, los muertos no podemos rascarnos ni reír. Y no hay nada peor que estar lagrimeando eternamente, y aguantándose la risa, sin poder soltar la carcajada.

Acerca del autor:

domingo, 25 de octubre de 2015

K ante la puerta - Lilian Elphick


Guardián cuida la puerta. K se acerca a él.
K: Buenos días.
G: La Ley no me permite darle los buenos días.
K: Permiso, entonces.
G: No puede pasar.
K intenta abrir la puerta
K: ¡Abra la puerta!
G: No tengo las llaves.
K: A ver, señor guardia, entendámonos. Tengo que visitar a mi amigo Gregorio que está muy enfermo, agonizante. Mi padre…
G: No me es permitido escuchar historias.
K: No es una historia; es la verdad. Mi padre…
G: ¡Silencio! Aquí nadie puede hablar; ¿no ve los letreros?
K: Sólo dice “Bienvenido a la Puerta”.
G: Ah, usted debe ser un bárbaro o uno de ésos que reclaman por todo. Que no tengo comida ni agua, que el crédito hipotecario, que estoy cesante, que el pueblo unido…
K: Yo…
G: ¡Cállese la boca, perro comunista; la Puerta es sagrada!
K: ¿Puede entregarle este paquete a Gregorio? Es pan, medicamentos, ropa limpia. Revise el contenido, si lo desea.
Guardia destruye el paquete
G: ¿Así que su amigo está enfermo? Qué se cree, ¿que soy imbécil? Esto es droga y de la buena. Tendré que tocar.
Guardia toca la puerta tres veces. Nadie abre.

Acerca de la autora:
Lilian Elphick

Se quiso quedar - Ana María Shua


Todos los patitos se fueron a bañar y el más chiquitito se quiso quedar. El sabía porqué: el compuesto químico que había arrojado horas antes en el agua del estanque dio el resultado previsto. Mamá Pata no volvió a pegarle: a un hijo repentinamente único se lo trata como es natural, con ciertos miramientos.

Acerca de la autora:
Ana María Shua

Ciencia - Héctor G. Oesterheld


En algún lugar de los vastos arenales de Marte hay un cristal muy pequeño y muy extraño. Si alzas el cristal y miras a través de él, verás el hueso detrás de tu ojo, y más adentro luces que se encienden y se apagan, luces enfermas que no consiguen arder; son tus pensamientos. Si oprimes entonces el cristal en el sentido del eje medio, tus pensamientos adquirirán claridad y justeza deslumbrantes, descubrirás de un golpe la clave del Universo todo, sabrás por fin contestar hasta el último porqué.
En algún lugar de Marte se halla ese cristal.
Para encontrarlo hay que examinar grano por grano los inacabables arenales.
Sabemos también que, cuando lo encontremos y tratemos de recogerlo, el cristal se disgregará, sólo nos quedará un poco de polvo entre los dedos.
Sabemos todo eso, pero lo buscamos igual.

Acerca del autor:

Amor constante - María Rosa Lojo


Sé que tu mano saldrá por debajo de la tierra para sostenerme; será semejante a una raíz, con nudos impenetrables al desgaste. Sé que tu mano se curvará y se ahuecará para darme reposo. Sé que se cerrará y que se alzará, para que me levante contra el temor del cielo. Sé que las noches la bruñirán como un espejo donde se refleje mi vida, para que me vea en sueños.
Sé qué tu mano de ceniza tendrá sentido y latirá como tu corazón, constante nueve lunas para crecerme.
Sé que dibujará el último círculo de amparo y que me acostará en el centro de aquel aro de fuego.
Y todo el viento cayendo en el oscuro no podrá deshacerlo.

Acerca de la autora:

Papel - Eduardo Abel Gimenez

 

Me acaban de hacer notar que el papel no está tan blanco como otras veces. Me gustaría poder hacer algo al respecto, pero es el ruido, ¿oyen?, la sierra de la otra cuadra, las válvulas del colectivo que pasa por la esquina, el tipo que martilla como asesinando al perro. Todo contribuye. El papel recibe esas cosas, es como las plantas que son sensibles a todo. El papel se empieza a poner amarillo en los bordes, en las puntas. Lo escrito también se deteriora, se pone gris, más que nada en verano, cuando uno abre las ventanas y el ruido entra a tapar mi desorden con el suyo. Dejo como prueba la palabra prolegómeno, que (lo saben quienes me conocen bien) jamás usaría en un texto.

Acerca del autor:
Eduardo Abel Gimenez

miércoles, 21 de octubre de 2015

(Breve) manual de autoayuda (ficcional) – Sergio Gaut vel Hartman


Consiga una vieja receta para vivir mejor sacada del baúl de la abuela, la tía o una vecina con fama de adivinadora, sacadora del mal de ojo o tiradora de cartas. Sustituya los ingredientes por otros, similares, o algo así. Copie las instrucciones, agregándose o quitándose cuartos de cantidad. Agregue énfasis a gusto, una arrogancia a prueba de balas y la más absoluta convicción acerca de lo que dice, sin que importe si usted se lo cree o no. No es imprescindible, pero si quiere y puede hágase invitar a un programa de televisión. Diga que la vida lo sometió a una durísima prueba, decisiva, y que ese trance extremo iluminó su entendimiento. Ni usted mismo podrá creer que ha logrado un resultado superior al obtenido por el Flautista de Hamelin, pero sin usar ratas.

Acerca del autor:
Sergio Gaut vel Hartman

Carlitos – Abel Maas


Mi primo Carlitos se llama Carlos José, Carlos por Marx y José por Stalin. Los otros días nos encontramos con Carlitos en la puerta del YMCA de la calle Reconquista, a las 13:30. Algunos años una vez, otros dos veces, y otros años hasta tres veces nos encontramos en esa puerta, a la misma hora, desde toda la vida, para almorzar, tiempo y lugar que le quedan bien por su trabajo. Sin embargo, él recuerda cuáles fueron los años que no almorzamos en YMCA ni en ningún otro lado. Cambió el concesionario del comedor y ya no dan un licuado de banana con leche a cambio de pinchar el ticket; ahora venden comida por kilo, riquísima, y nos servimos dos abundantes platos, combinando formas y colores. Como siempre, compartimos una botella de agua con gas y de postre nos comimos un flan cada uno, los últimos que quedaban, por la hora.
A Carlitos lo trato mal porque le gusta; él entiende y agradece, conoce los códigos. Nos sentamos a un costado del salón con las pesadas bandejas y mientras comemos hablamos de los temas habituales: Caseros, la ciudad de los huevos caseros, los Luparia, el cuartito del fondo que se transformó en enorme depósito de mercadería, la motoneta que se convirtió en furgón, la reforma en General Hornos que con Quenga estaba mejor, el cuento de Pelusa y la grabación posterior, el partido y de una cierta actriz de la televisión, ex pareja del chueco Suar, que a él le gusta mucho y hay una ceremonia que se repite cada vez: ya eran las 14:30 pasadas, se me cruzó un rayo y con la última cucharada de flan golpeé con violencia los nudillos sobre la mesa.
?¡Basta, nos vamos! ?grité. Él sonrió nuevamente, nos levantamos y nos fuimos.
Ya en la vereda y en el momento de la despedida le apreté con fuerza los cachetes y mientras acercaba mi dentadura a su nariz nos prometimos el próximo encuentro, pero antes me dio una bolsa con un pulover que me debía del cumpleaños.
Carlos siempre me regala un pulover para mi cumpleaños, todos los que tengo me los regaló él, pero no los uso mucho; no soy de usar pulover. Sin embargo, una vez me regaló una camisa y otro año, una remera, pero con cuello. No me gustan las remeras con cuello, jamás me la puse pero la tengo guardada, uso camisa o remera con cuello redondo y si está fresco me pongo remera abajo y camisa arriba pero nunca me puse ni me pondré jamás una remera con cuello. Tampoco uso camisas de manga corta, las detesto, en pleno verano me verán con camisa de manga larga y con las mangas arremangadas. Uno es así.
Por el cuerpo de Carlitos corre sangre paterna, los otros chicos son buenos muchachos, pero son rubios; no pueden entender. No siempre sucede como le decía el tío León al joven padre de su sangre cuando le nacía un hijo demasiado blanco, “no te preocupes, con el tiempo se va a oscurecer”. Como mi mamá, que nunca oscureció.

Acerca del autor:

La cita - Adriana Alarco de Zadra


Esperé por horas y horas, mi paciencia se acababa. No podía soportar que pasaran los minutos uno detrás de otro, sin saber de él. Me había jurado amor eterno, me ofreció todo lo que tenía; me hizo vislumbrar una vida sin penurias, colmada de pasión y de hermosura junto a él y yo lo espero aún… tic tac, tic tac…
El alma se escapa del cuerpo en torbellinos. Se va acercando el ocaso con su cielo de nubes rojas y esperanzas en el aire. La tormenta se aleja en el horizonte y luego la calma apacigua mi espíritu inquieto. ¿Pero, por qué no está conmigo?
Cuando por fin él llegó a la cita, encontró solamente una estatua de hielo que se derretía poco a poco, en medio de una fuente húmeda de lágrimas.

Acerca de la autora:
Adriana Alarco de Zadra

Eusebio - Ana María Caillet Bois


Al atardecer, el ataúd se elevó y quedó suspendido en el aire. Los dolientes, mudos... blancos como cadáveres.
La más anciana, y señora del difunto, levantó su dedo índice hacia el cajón y dijo de manera cortante.
—Eusebio, ya no soportaré una sola broma más.
Lentamente el ataúd se apoyó en el suelo si hacer ningún ruido.

Acerca de la autora:
Ana María Caillet Bois

Claves para atesorar imágenes de James Bond - Daniel Frini


Déjese de lado la condición humana, elévese el alma hacia las nubes, olvídense las cosas de la tierra, ofrézcase un par de palomas en sacrificio a los dioses, ilumínese el entendimiento, recúrrase a la memoria colectiva de la especie y despéjese la razón.
O, simplemente, recorte y pegue figuritas que encuentre en una vulgar revista de cine.

Acerca del autor:
Daniel Frini

sábado, 17 de octubre de 2015

Tu boca inadecuada - María Rosa Lojo


El amor servido en una bandeja por las cantadoras, el amor zapateado como una canción en primer plano del sonido. Te darán un palmo de tierra para que lo bailes, y más allá de tu pie estará la muerte. Te darán unas palabras como un documento secreto que certifica tu vida, y no llegarás a pronunciarlas.
Si las dijeras, tu pasión sería indeleble como la eternidad, pero tu boca inadecuada no las conoce y los años las llevarán sin nacer con tu amor borrado y disperso, para que sean viento.

Acerca de la autora:

Narices frías - Fernando Andrés Puga


—Podría dejarlo pasar, como otras veces, pero vos sabés lo que viene después si lo dejo pasar. Ya tengo esa experiencia. Empieza siendo una travesura y nadie sabe dónde termina. No, no lo dejaré pasar. Algo tenemos que hacer.— dije mientras aspiraba profundamente.
—¿Te parece? ¿Y qué podemos hacer, eh? ¿Se lo prohibimos? Si no nos hace el menor caso. ¿Lo amenazamos con no pasarle la mensualidad? No sé… nunca estuve de acuerdo con esos métodos y me parece que vos tampoco ¿o sí?— contestaste con la mirada perdida en el cielo raso.
—No, no… claro que no, pero algo hay que hacer. Habría que asustarlo, por ejemplo. A lo mejor así toma conciencia. Ya va siendo hora ¿no?
—¿Y cómo pensás asustarlo, a ver? No es fácil, nada fácil. ¡Si se las sabe todas el guacho....! ¡También, qué querés! ¡Con esa manga de vagos con la que se junta…!
—Ya sé, ya sé, pero alguna manera tiene que haber. No puede ser que se nos vaya de las manos y nos resignemos a ser simples testigos. Pensemos un poco, no puede ser tan imposible…— y se agitaba mi respiración al intentar buscar una respuesta.
—¿Y si hacemos lo siguiente?— exclamaste de pronto y vi cómo se encendía la lamparita en el fondo de tus ojos inexpresivos—. Paremos acá, total para nosotros ya fue suficiente. Levantemos todo y dejemos esta línea sobre la mesa, como al descuido, como si no nos hubiéramos dado cuenta, pero que en lugar de merca sea talco. Cuando él venga a casa, seguro que la ve y no se va a poder resistir. Cuando la aspire y descubra que no es lo que esperaba le va a agarrar pánico y tendrá que pedir ayuda…

No sé si fue una buena idea, pero era la única y ya estábamos cansados de dar vueltas y vueltas sobre el asunto. Sin pensarlo dos veces, limpiamos bien la superficie de la mesa, dejamos una pequeña raya de talco y nos fuimos a dormir. Fue un sueño largo, sin pesadillas.
A la mañana siguiente la línea seguía en el mismo lugar. Corrimos hasta el cuarto a ver si estaba en casa y lo encontramos despatarrado sobre la cama. Desnudo. Restos de cocaína punteaban de blanco la mesa de luz junto a una vieja tarjeta de crédito, casi destruida. Baba blanquecina rodeaba sus pálidos labios y un rictus dramático le desfiguraba la cara, tanto que no parecía él, el niño que creíamos haber criado con tanta libertad. El vaso, volcado. El whisky, derramado. La botella vacía, hecha añicos en un rincón, hablaba de largas horas solitarias.
No nos sorprendimos, apenas un amargo gesto dejó ver nuestra impotencia. Vos te encerraste en el baño, supongo que a llorar. Yo volví a la cocina, apoyé los codos sobre la mesa y la frente sobre las manos. Vi la línea y sin pensarlo aspiré, acaso en busca del camino que me acerque a él de una buena vez.

Acerca del autor:  
Fernando Andrés Puga

Pupas - Félix Díaz


Primero fue la herida en la mano. La vi de pronto. Ni siquiera sentí dolor, mas de improviso noté la sangre en mi palma. Una herida pequeña, un simple rasponazo. Me la curé y me olvidé del asunto.
A medie tarde, fue en el pie. Me dolía y al quitarme el zapato pude apreciar la llaga. Supuraba y olía mal, a podrido. Me asusté. Quise llamar a Urgencias pero algo me lo impidió. Algo que empezaba a sentir en lo más profundo de mi cuerpo. En ese momento, noté que la herida de la mano se había transformado en otra llaga supurante. Una llaga tan grande, que, de hecho, ya no tenía mano.
Y tenía más heridas, «pupas» como diría un niño. Por todo el cuerpo. Y han seguido saliendo más y más. Ahora, ya es de noche, y voy a salir. Mis compañeros me esperan. Los que son como yo.
Me reciben en la puerta con una pancarta de bienvenida: «WELLCOME, NEW ZOMBIE», dice.

Acerca del autor:

Génesis - Héctor G. Oesterheld


Y el hombre creó a Dios, a su imagen y semejanza.
Y hubo amor, y placer, y virtud en el mundo. Y los días fueron largos, demasiado largos.
Entonces el hombre creó al Demonio, a su imagen y semejanza. Y hubo así amor y odio en el mundo, placer y dolor, virtud y pecado.
Y los días fueron cortos, muy cortos.
Y fue bueno vivir.

Acerca del autor:

El beso del sapo encantado - Rogelio Ramos Signes


Siempre se puso en duda la veracidad de esta historia. ¿Puede un príncipe, por medio de un encantamiento, convertirse en sapo? ¿Y un sapo puede volver a ser el príncipe que dicen que alguna vez fue? Es difícil de responder. Tomar partido por “sí” o por “no” sería meterse en terrenos cenagosos.
Sólo podemos asegurar que cuando la bellísima princesa lo besó apasionadamente; el sapo, por supuesto, estaba encantado.

Acerca del autor:
Rogelio Ramos Signes

martes, 13 de octubre de 2015

Relativamente sencillo – Sergio Gaut vel Hartman


Acodado en la baranda del balcón que da al dique, admirando la vista incomparable bebiendo Dalmore, un whisky de casi cuarenta mil dólares la botella, enfundado en un Brioni exclusivo y con la Luger ACP calibre 45 aún humeando en su mano, Charles Mills, el hombre más rico del mundo, piensa en la vieja sirvienta que tocó, con los dedos manchados de grasa de pavo, el cuadro de Canaletto titulado "Vista di Canal Grande da Palazzo Balbi a Rialto". El cuadro fue valuado por Sotheby’s en cuarenta y ocho millones de euros. Se pregunta si el cadáver se enfriará más rápido que la cena, si tiene en la casa suficiente efectivo para comprar a los policías que llegarán a detenerlo dentro de siete minutos y qué sentido tendrá seguir viviendo con el peso de la culpa por haber asesinado a la mujer que lo crió. Charles Mills se contesta a todas esas preguntas con la única respuesta posible: un certero disparo en la boca.

Acerca del autor:
Sergio Gaut vel Hartman

Siempre hay lugar en el fondo - Héctor Ranea


—¡Vamos que hay lugar, che… pasen! ¡Dejen lugar que en el fondo hay para todos! —grita el conductor.
—¡Pare, pare, que no somos ganado!
—¿Tas loco, tas? La tengo clara que no son ganado. Si lo fueran los trataría mejor. ¡Je!
—¡Sarnoso! —gritan los pasajeros.
—Griten… me importa medio rábano por no decir cosas más groseras por el lugar donde estamos.
—¿Dónde estamos? —dice un pasajero medio desorientado.
—Nunca falta un despistado —comenta el conductor al gil acompañante—. ¡No leyó las noticias, Don? Los trasladan a todos. Ahora que su Papa limpió el limbo, los sacan a todos. ¡Vamos, que no tengo toda la eternidad, suban, suban, carajo!
—¿Y adónde nos llevan? —se preocupa el despistado.
—¡Ah! No sé. Eso no es cosa mía. Pregunte en la oficina de deportación.
Mientras, la punta del alfiler se llenaba…

Acerca del autor:
Héctor Ranea

El universo desconocido - Ada Inés Lerner



“Si la luz del sol es invisible para el búho, 

es sólo culpa de ese pájaro y no del sol.”

Cuando la nave bajó en el planetoide LXC 184 nos asomamos en el horizonte. Inspeccionamos la zona de montañas de piedras y cavernas. En algunas pinturas rupestres examinamos trazos, seres antropomorfos que reconocíamos por visitas de tripulantes ovninautas.
—El origen de las naves que ustedes ven puede estar en otros lugares, otros tiempos o en otros planos temporales; sus tripulantes no serían seres humanos sino mutaciones o extraterrestres. —El conferencista hizo una pausa.
—¿Doctor, usted de qué planeta es? —preguntó un estudiante.
—Del más próximo al sistema solar: Alfa Centauri. Nuestras naves vuelan a velocidad desconocida para los terrestres —aclaró el Doctor Osmayor y continuó—. Utilizamos tecnología de avanzada en el espacio y llevamos una extensa historia de viajes interplanetarios.
—No le creo nada —el estudiante terrestre se retiró del salón colmado de científicos y estudiantes del universo.
—Mi objetivo aquí es difundir ciencia, no convencer a los tontos. —concluyó el científico. y el antiguo docente continuó diciéndole a sus alumnos:
—Nosotros, si miramos hacia dentro percibimos el espacio, en cambio el humano se percibe a sí mismo sólo en el tiempo. Quizá porque cree; y creer es lo que nos conecta con las dudas, no lo olviden. Repito: el humano cree que lo único eterno es el tiempo. Algunos investigadores ya avanzaron sobre otras dimensiones.
—Profesor —dedujo un alumno nuevo— ¿será porque el humano desea la eternidad a toda costa, es egocéntrico y no espera nada del universo, que es fundamentalmente espacio?
—No lo conozco, por favor, antes de hablar, preséntese a sus compañeros y a la cátedra. Su pregunta es acertada, para nosotros el espacio infinito existe porque vivimos en él y lo tenemos internalizado.
—Entonces, profesor —dijo Mariska desde el fondo del aula— ¿cómo haremos, en un futuro, lejano o cercano, para convivir, para entendernos?
—Un alto prelado de una iglesia humana dijo “que la paz es posible”, dudo que se refiriera a sus feligreses. Ellos han colocado un gran cuadrante sobre un reloj. Para medir el tiempo, hummm. Aún es muy temprano para que el humano comprenda las diferentes dimensiones del universo en que convivimos. Son observadores, pero el criterio es escéptico.
—¿Deberíamos esperar a que aprendan? —Kuru, mutante de genes humanos venusinos hizo un gesto de impaciencia.
—Si no esperamos, Kuru, todo será un caos y habrá víctimas inocentes de ambos lados. Además, sus religiones principales les han dicho que son los únicos seres inteligentes en la Creación
—Son muy primitivos, profesor —agregó
—Es cierto, Clod —el profesor hizo una pausa reflexiva y los miró a todos —sólo unos pocos respetan la inteligencia de la naturaleza, por ahora todo es investigación y dudas en el humano. Esperemos que la paz sea posible.

Acerca de la autora:
Ada Inés Lerner

El Sabio y el Hambre - José Vicente Ortuño


El sabio Rasputila, aburrido y hambriento caminaba bajo el sol por una senda polvorienta. Para ejercitar su mente recitaba versos que aprendió en su niñez:

“Cuentan de un sabio, que un día
tan pobre y mísero estaba,
que sólo se sustentaba
de unas yerbas que cogía.”

Hizo un alto, se quitó el sombrero y se secó el sudor de la frente con un pañuelo ajado, mientras, seguía recordando los versos de Calderón de la Barca:

“¿Habrá otro, entre sí decía,
más pobre y triste que yo?
Y cuando el rostro volvió,
halló la respuesta, viendo
que iba otro sabio cogiendo
las hojas que él arrojó.”

Rasputila se volvió. Tras él no caminaba otro sabio, sino su pobre aprendiz que, con la cara demacrada por el hambre, lo miraba con admiración.

Acerca del autor:
José Vicente Ortuño

Un troyano en el Caballo de Troya - Daniel Frini


Dos horas, siete minutos, veintitrés segundos cuarenta y dos centésimas después de haber empezado mi viaje en el tiempo, salí del sueño cuántico colgado de un brazo y una pierna en la compuerta de madera del dichoso caballo, al oscuro (sólo unos tenues reflejos de la luna llena) y dentro de los muros de la casi feliz ciudadela troyana.
—¡Carajo! —dije.
—¡Papadópulosizquierdópulosaantecabeconsegúnsinsosobretrás! —profirió un negro grandote, con yelmo, escudo y espada, sudado, con un terrible olor a bolas, y vestido con una minifaldita ridícula.
—¡Pará hermano, que me caigo! —le dije.
Era evidente: quería bajar para empezar con el saqueo, y yo me le vine a aparecer justo antes que sacaran la escalerita de sogas.
—Vos debés ser Odiseo... —alcancé a mencionar, con un hilo de voz.
—Geografíapandemiaarchipiélagoclorofila! —dijo, mientras me descargaba un mandoblazo, que alcancé a esquivar apenas.
A esa altura de los acontecimientos, con tamaño despelote, ya se habían avivado los troyanos.
Cuando logré apretar el botoncito para regresar al presente, apenas quedaba un griego, tratando de escalar las murallas de Troya, para escapar a la furia de París y los suyos.
Otra vez en mi laboratorio, me fijé en mi biblioteca. No encuentro la Ilíada. Pero me apareció un libro nuevo de Homero, la Troyánida. En la introducción, dice que el autor era sordo. Hubiera jurado que era ciego.

Acerca del autor: 
Daniel Frini

viernes, 9 de octubre de 2015

¡Dance, Helen… dance! - Rolando José Di Lorenzo


Fue hace mucho y muy lejos. Él no sabía nada de su idioma, tampoco ella del suyo. Pero se vieron y se miraron largamente, hipnotizados. Cuando comenzó la música, caminó hacia ella; no dejaban de mirarse. Él le tendió la mano, ella se levantó y con toda su gracia, haciendo giros con su dedo índice preguntó:
—¿Dance? —Él la miró, embelesado, y solo atinó a contestarle tomándola de la cintura. Y así comenzaron a girar, y bailaron como los ángeles, si es que los ángeles bailan, y todos los miraban.
—Helen —dijo ella señalándose
—José—contestó él y siguieron bailando y la felicidad embargó a todos, estallaban los colores y los sonidos y ellos y la gente se unieron en un momento mágico, y fue bueno.
Hoy, esta tarde, agobiado por un día pleno de dolores y tristeza, José escuchó la música, ¡sí!… aquella música de hacía muchos de años. Se puso lentamente de pie, buscó un lugar con la mirada y murmuro:
— ¡Dance, Helen… Dance!
Muy lejos de allí, la mujer, en una sala rodeada de otras, en el hogar, se puso de pie, y dijo:
—¡Dance José… Dance!
Y comenzaron a bailar, ellos y todos los que estaban allí, y volvieron a ser magníficos, y los que bailaban aquí y allá, supieron de la magia, la magia que ellos guardaron celosamente en un rincón del corazón y que ahora era de todos.

Acerca del autor:

La visita - Adriana Alarco de Zadra


Casi me quedo sin novio el día en que le conté a Marcelo sobre la visita. Estaba inquieta y me aterré cuando me encerraron en el dormitorio. Marcelo nunca me cree cuando le cuento sobre algún evento de mi pasado reciente. Es escéptico, incrédulo y desconfiado por naturaleza y tiene hasta el día de hoy la vaga idea de que yo soy algo desquiciada porque entro a la casa por la ventana en lugar de entrar por la puerta, porque me baño en el mar a medianoche bajo la luna, porque le dejo mensajes como “te amo” pintados con acrílico sobre su coche y luego debe pintarlo todo de nuevo, enfurecido. Pensaba que estaba loca y, en fin, cuando recién lo conocí debía hacer lo posible para que no creyera lo que creía, o sea debía creerme cuerda porque sino me quedaba sin novio. Por eso fue la siguiente confesión una de esas noches.
—Tengo un tío que es psiquiatra y trabaja en el manicomio.
—¡Ajá!
—Una vez me encerraron en uno de los dormitorios.
—¡Ajá!
—Pero fue una equivocación.
—¡Todos dicen lo mismo!
—Es verdad que fue un error.
—¡Te creo!
—No pongas esa cara de duda. Espera a que te explique.
—¡Explica!
—Estaba yo de visita al hospital psiquiátrico con mi tío, el doctor, llevando dulces y galletas a los enfermos. Repartía de cama en cama golosinas a las mujeres que se encontraban en un largo dormitorio.
—¿Tú también estabas en cama?
—¡Yo estaba repartiendo dulces! Agradecían con sonrisas en sus bocas desdentadas que me llenaban de ternura. Al fondo del dormitorio encontré a una anciana bordando un mantel con flores exóticas de colores y pájaros extraños de plumas y orejas, con alas y rabos.
—¡Muy creativo!
—La mujer vagaba su mirada inestable por las paredes vacías. Tenía ojos grises, dulces y serenos. Le pregunté por su trabajo con la aguja.
“Estoy bordando este mantel para mi boda, querida”, me contestó. “¿Ves este pajarito? Es una alondra. ¿Ves esta flor? Es un lirio japonés.” Luego, la anciana aclaró al verme asombrada por esa próxima boda a su tan respetable edad: “Me casaré cuando termine de bordar el mantel, querida, ¡claro está!”, Y, luego, acercándose a mi oído, susurró: “Mi novio llegará por mí en un caballo alazán cuando levanten vuelo las aves del mantel y caigan los pétalos de las flores. Entonces, yo lo esperaré lista en el balcón con mi traje de novia, y con él me iré lejos, lejos de aquí.” Los ojos de la mujer se perdían en un paisaje que no existía en medio de esa pared vacía y sin ventanas. La alondra salió revoloteando y se apoyó sobre el lirio que abrió sus pétalos. Le pregunté que adónde estaba su novio y me entristeció su respuesta: “Ya vendrá, querida. Cada vez que pregunto por él me dicen que ha muerto de amor, pero yo sé que no es verdad. Casi todas las noches viene a visitarme y tiene un agujero en el pecho”. Ella se rió compadeciéndose del mundo absurdo y mentiroso del cual ya no formaba parte. Los lirios seguían creciendo alrededor de su cama y las enredaderas trepaban por los rincones. Las alondras revoloteando con sus alas de hilo de bordar se pegaban a las paredes como dibujos en movimiento. Decidí que era el momento de regresar al mundo real. Le di un beso en la mejilla aunque no creí toda su historia porque me encontraba en un lugar donde no hay que creerle a todo el mundo. Cuál no sería mi sorpresa y mi terror al encontrar que estaban cerrando la puerta del dormitorio con llave.
—¿Y te acostaste en una de las camas? – preguntó Marcelo.
—¡Por supuesto que no! Fui corriendo a tocar la puerta para que me abrieran mientras el dormitorio se llenaba de penumbra y las enfermas me observaban temblar y transpirar con sus ojos fijos y muy abiertos.
—¿Te abrieron la puerta?
—¡No! Me gritaron desde el otro lado: “¡No haga tanta bulla y vaya a su cama!” ¡Me estremecí pensando que podía quedarme en aquel lugar sin culpa ni beneficio! Las lágrimas pugnaban por salir y el corazón me latía furiosamente. Supliqué a la enfermera a través de la puerta, con la voz más cuerda que pude sacar, que yo estaba solamente de visita y que me dejaran salir.
—¿Esa fue la vez que te quedaste en el manicomio?
—¡No me quedé, Marcelo, no me quedé, te lo repito! ¡Fueron sólo unos minutos! Me abrió la puerta una señora extravagante que vio mi estado tembloroso después del susto y tomándome del brazo me alejó dulcemente. “Mi cielo, no se impresione”, me susurró con voz tranquilizadora, acariciando las plumas de un extraordinario sombrero. Me observó con sus ojillos escrutadores mientras yo le miraba el rojo de los labios, pintados sin espejo, que le llegaba hasta los cachetes. “Yo la conozco a usted, mi cielo”, exclamó sorprendida. “¡Si tengo su retrato sobre la cabecera de mi cama, mi cielo, y le rezo todas las noches!”
Más me asombré yo con aquella declaración y traté de alejarme, cuando observándome entre las plumas del sombrero estrambótico donde había anidado una de las alondras, me señaló con el dedo y exclamó: “¡Si eres Santa Rosa de Lima, mi cielo!”.
—¿Esa dulce señora muy emperifollada te confundió...?
—Ella era también una paciente del hospital.
—Bueno. Te perdono por esta vez...
—¿Ahora me crees cuerda?
—¡Claro que sí, María! ¡Solamente me gusta hacerte enojar!
—¡Felizmente lo crees, Marcelo, porque yo hasta ahora no estoy muy segura!
—Bueno, y tú ¿qué hiciste, entonces?
—Preguntándome por qué será que me confunden siempre con Santa Rosa de Lima, ¡me di media vuelta y decidí regresar nuevamente a mi estampita!


Acerca de la Autora:
Adriana Alarco de Zadra

Chapuza Espacial - José Vicente Ortuño


Fui único que se ofreció voluntario para la misión. Eso no quiere decir que yo fuese un tipo valiente, todo lo contrario, soy el primero en escaquearse cuando hay que currar. Pero aquel día llevaba una borrachera de esas tontas, que hacen que te descojones de risa por cualquier cosa. Así que, cuando el capitán de la nave, tambaleándose bajo los efectos de la cerveza marciana, salió del puente y dijo con voz de borrachuzo cazallero: 
—¡Hace falta un voluntario para una misión! 
En realidad sonó algo como: «¡Jase farta un goluntagio pa’una misión!», pero como estábamos más borrachos que él, lo comprendimos perfectamente. 
Toda la tripulación dio un paso atrás. A algunos emprendieron la huída tan deprisa que se les pasó el colocón de lo que se habían metido en el cuerpo. Yo me caí de culo y me quedé riendo como un borracho idiota. 
—¡Falla el motor de arranque del reactor —hipó, eructó, hizo una mueca capaz de asustar al miedo y continuó—. Alguien tiene que salir de la nave a darle a la manivela para ponerlo en marcha! 
Ahora pienso que quizás no dijo eso, pero fue lo que yo entendí. Comencé a reír a mandíbula batiente, luego alguien me levantó y me empujó con tal fuerza que fui a darme de bruces con el contramaestre. Sí, el oficial que más me odia desde que en la Estación Júpiter L3 me follé a su parienta. Creo que lo que le sentó mal fue que la muy zorra le dijo que yo la tenía más larga y más dura. El caso es que el contramaestre me agarró del pescuezo y… Al rato ya estaba yo vestido con el traje espacial y cargado con toda la parafernalia necesaria para… 
—¿Qué… qué es lo que tengo que hacer? —balbuceé. Como respuesta varias manos me empujaron dentro de la exclusa de aire. Cuando me di cuenta estaba flotando fuera de la nave. Y el cordón umbilical, que nadie se había molestado en atar, flotaba a mi lado. Me agarré a uno de esos tubos, que sobresalen del casco y que nunca he sabido para qué servían, y, dispuesto a cumplir mi absurda misión, me desplacé hasta la parte posterior. 
Nunca me ha gustado flotar en el vacío. La falta de gravedad me marea y la inmensidad del espacio me da vértigo. Agarrado al puñetero tubo solo veía pasar el casco oxidado de la nave, lo cual, unido al resacón que yo llevaba, me mareé y vomité. 
Los vómitos cubrieron el visor del casco y dejé de ver por dónde iba. Luego sentí que tropezaba con algo y me agarré con fuerza. Pero lo que fuese se quebró y giré, dándole una patada a otra cosa, y comencé a girar en sentido contrario. Cuando la fuerza centrífuga apartó los vómitos del visor, vi alejarse el viejo carguero espacial, dejándome a la deriva. 
—¡Lo he reparado! —grité por la radio—. ¡Esperadme, hijos de puta! —añadí, pero nadie respondió y la nave siguió alejándose a toda máquina. 
Unos minutos más tarde la nave hizo explosión. 
Horas después, cuando ya estaba sobrio, me recogió una nave procedente de Marte, llena de adoradores de los Testículos de Jovak, una secta que practicaba la autocastración. Cuando me preguntaron qué había pasado, decidí mentir, ¿cómo explicar que el cocinero de la nave hubiese salido al espacio, completamente borracho, a reparar una avería en el motor? 

Acerca del autor:
José Vicente Ortuño

lunes, 5 de octubre de 2015

Artritis - Fernando Andrés Puga


El chirriar de las bisagras me recuerda el de mis articulaciones. ¡Ufa! Tendré que seguir la recomendación del médico y empezar a hacer los ejercicios que me indicó. No sea cosa que sea cierto lo que dice y empiecen a aparecer dolores en los huesos cada vez más intensos. ¡Ufa! Si no cambio hasta puedo terminar postrado. Ni siquiera levantarme para ir al baño. Se mojarán las sábanas, tendré que tener una asistente que me ayude... En fin, sin duda será un verdadero engorro, ¡y qué humillante! Desde luego ya no podré venir a la oficina y la idea de delegar en otro el manejo de la empresa me saca de quicio. Sería tremendo. Si son una manga de ineptos; buenos para nada. Se irá todo al carajo y junto con todo mi buen nombre. El gimnasio de la esquina parece bueno. Tienen que tener algún especialista que se dedique a problemas como el mío. Sí, podría probar. O si no un personal trainer, solo para mí, sin hacer mucha alharaca, en las horas libres. Acá mismo, en mi despacho. Mmmm.... Sí, creo que va a ser lo mejor. Ya mismo me ocupo; en cuanto termine con este infeliz que se me plantó acá delante del escritorio vaya uno a saber para qué. Seguro que quiere un adelanto. ¡Mirá si voy a estar para adelantos!
—Hola, Bermúdez. Antes que empiece quiero avisarle que está despedido.
—Pero, señor. Yo solo venía a traerle el informe que me pidió.
—¡Ma'qué informe ni informe! ¡Andate de una vez querés! Y cuando salgas ¡tratá de no hacer chirriar la puerta! Gracias.

Acerca del autor:
Fernando Andrés Puga

Errores - Ada Inés Lerner


¡Una se equivocó tanto! He criado a este hijo para hoy sentirme tan sola. Yo quería lo mejor para él. Y está enceguecido por la chirusa. Todas las tardes se encuentran en la puerta del hotel, frente a la estación del tren. Allí encubren sus amores. En el libro de las fotos guardo dos flores de sándalo, me recuerdan al vivillo que me dejó preñada. Y también guardo una foto de aquél (que hace tiempo ya olvidé), aquél amigo que transportaba los hinojos al mercado. Ay, mi pobre corazón, por nadie suspiró tanto. Y ahora este hijo mío con esa niña tan tonta, que parece tener miedo por cada viento que sopla. Y ahora este hijo mío con esa niña tan tonta. Anoche me sorprendí llorando, mis lágrimas huían secando de mis ojos la tristeza. Anoche soñé con mi tocado en las manos muertas de la niña tonta.

Acerca de la autora:
Ada Inés Lerner

Teoría de la extinción de las especies - Daniel Frini


Era la hora en que el sol está en lo más alto de su camino, cuando Jafet entró a la tienda.
—Padre.
—¿Si, Jafet?
—Tenemos un problema.
—¿Cual, mi primogénito?
—Resulta que …
—¡Viejo! —interrumpió Cam, que había entrado cinco pasos después que su hermano.
—¿Qué querés, Cam? ¿No vés que estoy hablando con Jafet?
—¿Quién carajo hizo estos planos?
—¡Más respeto, que me fueron entregados por Yahveh Elohim!
—Entonces, el boludo sos vos, viejo…
—¡Blasfemo! —El padre se abalanzó, chancleta en mano, para surtir a su hijo. Entonces, interrumpió Jafet:
—Esperá, padre. Aunque intempestuoso, Cam tiene razón. Creo que hay un problema.
—¿Cual?
—¿Qué te dijo, precisamente, Yahveh Elohim, respecto a las medidas?
—“Y de esta manera la harás: de trescientos codos la longitud, de cincuenta codos su anchura, y de treinta codos su altura”
—¿Y los codos tomados en qué sistema, babilonio o asirio?
—¡Codos son codos acá y en Egipto!
Cam terció diciendo:
—Y me querés decir, viejo pavo, ¿cómo metemos a todos los bichos ahí dentro?
—Pero…
—Así es, padre. No entran todos —acotó Jafet.
—No puede ser …
—Si, padre, ya lo comprobamos.
—Pero… ¿Y qué hacemos?
—Preguntale a Yahveh Elohim.
—¡No me contesta! ¡Me dijo que no lo llamara más y que me arregle como pueda!
—Y… vos lo molestaste bastante…
En ese momento, entró Naama a la tienda:
—¿Qué pasa acá?
—Madre…—comenzó a decir Jafet, pero Cam lo interrumpió
—Vieja, están mal las medidas.
—¿Cómo? ¿Seguro?
—Sí, madre— insistió Jafet —Justamente, estábamos diciéndole a nuestro padre…
Pero entonces, Naama estalló:
—¿Ves que sos un tarado? Te dije, te dije “¿estás seguro?” “Sí” me contestaste. ¿Ves que no se te puede confiar nada?. Le pido una onza de pan, y el señor va y me trae dos miñones. Le digo que me compre una pieza de tela de lino, y el quetejedi me trae algodón, que se le van los colores a la segunda lavada ¿Qué vas a hacer, ahora?
—Y no sé. Yo…
—No te preocupes, padre… —ensayó Jafet, intentando poner optimismo, pero Naama estaba fuera de si:
—¡Y quiere construir tamaño artefacto, cuando lo más cerca que estuvo del agua fue la vez que se bañó!
Cam insistió:
—No, si es lo que yo digo. A nado los vamos a tener que llevar a todos…
—¿De qué están hablando? —dijo Sem, el menor de los hermanos mientras entraba a la tienda.
Naama continuó, furiosa:
—¡Tu padre, el elegido, el justo! ¡Dos años poniendo todos nuestros ahorros en este cascajo de madera! Ni salidas a visitar parientes, y mucho menos vacaciones en las montañas Urartu ¿Y para qué? ¡Para que el buen hombre le erre en las medidas! ¡Y le hecha la culpa a Yahveh Elohim!
—¡Yo no le hecho la culpa…! —se defendió el padre. Pero Naama siguió:
—¿No pensaste en los vecinos? Cansada estoy de oirlos: “Ahí va el loco del barquito” “¿Así que va a llover mucho, don?” “¿Y porqué, mejor, no se inventa el paraguas?”. Y vos vas, y le das de comer a esa manga de chismosos que se nos ríen en la cara. Ya los escucho: “¿No le queda algún cuartito para alquilar?” “¿Y un gomón, por qué mejor no sube al hipopótamo a un gomón?”
—¿Y cual es el problema? —dijo Sem, tan pragmático como siempre
—¿Cómo? —dijo Naama
—¿Cómo? —dijo Cam
—¿Cómo? —dijo Jafet
—¿Cómo? —dijo el padre
—Desháganse de algunos bichos…
Si bien a Naama no se le pasó por alto que el “desháganse” era una clara referencia al “háganlo ustedes, que yo miro” tan clásico en Sem, inmediatamente vió la ventaja de la propuesta. Y decidió defenderla, como una manera de salvar algo del inminente escarnio al que la someterían las chusmas del barrio.
—¡Jamás! —dijo el padre
—Callate, viejo —dijo Cam
—Podría ser … —dijo Jafet
Esa misma noche, a la luz de una débil vela de sebo, mientras Sem bailaba afuera, al compás de una música machacona que hacía con sus crótalos; la familia confeccionaba la lista, ante la temible mirada de Naama.
—¿Triceratops? —preguntó el padre
—No. Dijimos que ningún bicho de más de doscientos cincuenta talentos de peso —dijo Jafet
—¿Y el elefante, entonces?
—Ese safa justito…
—¿Sirenas? —preguntó nuevamente
—Claro —dijo Naama—. El señor quiere mirarle las tetas…
—Es un bicho de agua —dijo Cam—, que se arreglen solas
—¿Unicornios? ¿Centauros? ¿Pegasos?
—Ya pusimos caballos, y son parecidos
—¿Yetis?
—Se van a morir de calor
—¿Ñandúes?
—¿Y esos?
—Más o menos como el avestruz
—¿Y cuál es cuál?
—No sé …
—Dejalos a los dos
—¿Dragones?
—Nos van a quemar el barco
—¿Esfinges?
—¿Para qué queremos leones con alas?
—¿Mamuts?
—No entran los cuernos. Y además ya lo tenemos al elefante
—¿Megaterio?
—Ya está el otro perezoso que es más chico…
Y así continuaron toda la noche.
Un mes después, empezó a subir el agua y el arca se alejó. En cubierta, sin mirar atrás, Noé sonreía. Yahveh Elohim se regocijó con él.
Los animales que quedaron en el islote que fueron las tierras de la familia, miraban sin entender. Algunos lloraron.

Acerca del autor:
Daniel Frini

jueves, 1 de octubre de 2015

En otro lugar del bosque - Sergio Gaut vel Hartman


—¡Viene mi madre a visitarnos! —exclamó la señora Samsa luego de colgar el tubo del teléfono y apretarlo con fuerza—. Llega a las seis en el tren de Bratislava. ¿Qué haremos con Gregor?
—Digámosle que está de viaje —propuso Greta.
—Le acabo de decir que ya no viaja, que ahora trabaja en las oficinas del señor Kafka.
—Le puedo pedir a mi novio que lo sustituya. La abuela no ve a Gregor desde que tenía tres años.
—No creo que Adolf, ese ridículo novio tuyo —argumentó el padre—, pueda hacerse pasar por Gregor. ¿Se afeitará el ridículo bigote? ¿Acaso dejará de levantar el brazo a cada rato, como impulsado por un resorte?
—¿Qué vamos a hacer? —se desesperó la madre.
—Digámosle que el escarabajo es nuestra nueva mascota y que Gregor murió en la guerra —aportó el padre.
—¿Qué guerra? La guerra todavía no empezó —contradijo Greta—. No, tengo una idea mejor: que Adolf lo lleve a pasear. Podemos decir que fueron a ver el nuevo horno que compró mi novio.
—¿Un horno de pan? —quiso saber la madre.
—Un horno, no me dio detalles —respondió Greta.

Acerca del autor:
Sergio Gaut vel Hartman

Parar la olla - Héctor Ranea


—¿Sabe que me encontré con Vincent? ¿Se acuerda? David Vincent.
—¡Ah! Pensé que hablaba del holandés… ¿Trabajaba combatiendo a Los Invasores, verdad? ¿En qué anda?
—Repara computadoras como negocio pantalla en Triunvirato y avenida de Los Incas.
—¿No me diga! ¿Pantalla!
—Sí, ni hablar; en realidad recupera oro de la mayoría de lo que le traen. Oro, niobio, tantalio y tungsteno. Está en la cadena de comercialización del coltan, mire lo que le digo…
—¿Así que en el mercado negro! Me deja sin palabras.
—¡Negrísimo! Se lo vende a los Invasores.
—¿Qué! ¿Se pasó al otro win?
—Y… se sabe. Tiene que parar la olla. Por un lado nadie le daba ni bola. Ya ni réitin tenía. Encima meta con eso de que si no puedes vencer a tu enemigo… únete a él. El tipo no aguantó. Tiene cuatro pibes, creo.
—¿Cuatro? Creí que había quedado estéril después de tanta exposición a la fogata en la que exterminaba a Invasores. ¡Qué cosa! Uno no tiene en cuenta el sacrificio de esta gente…
—Y sí. Escribió varios libros de autoayuda, pero no consiguió nada de tela. Los editores se quedaron varias veces con su hígado.
—¿Qué libros, che? Me interesa porque soy un coleccionista.
—Tiene uno sobre ayuda para encontrar pájaros comestibles en las planicies de Nuevo México, otro de manejo nocturno en carretera, uno de reconocimiento de ovnis a la luz del día o durante la noche…
—¡Claro! Muy específicos. Al lector típico eso no le va.
—Como será que el único que le dio unos pesos fue uno sobre reconocimiento de invasores.
—¡Pero eso es fácil! Se les reconoce por el meñique de la mano derecha. Ellos no pueden abducirlo.
—Lo mismo le dije yo y me contestó que en la serie lo habían inventado.
—¡Qué desilusión! ¿O sea que no? La cantidad de gente que uno podría haber mandado en cana… Menos mal que yo siempre dije que a la televisión mucho no hay que creerle…
—Menos mal. Lo que sí me dijo (y me regaló la información porque el libro está agotado) es la verdadera manera de reconocer extraterrestres.
—Y dígame, ¡ya que está! ¿De qué manera nos damos cuenta si estamos ante invasores? O sea, la verdadera manera, claro.
—Parece, según David, que todos los varones cuando nos agachamos se nos ve la raya.
—¿Perdón? Por más que pienso… ¿Qué raya?
—No me haga poner escatológico, don.
—¡Ah, pardón! Continúe.
—No se sonroje. Está todo bien. El tema es con las mujeres. Están las que cuando se agachan también se les ve y las que no.
—¡Oh, pardiez! Supongo que a las que no, se las podría catalogar como… ¿No, no es así?
—Para nada. A las terráqueas no se les ve. Pasa que los Invasores copiaron todo pero ahí supusieron que eran iguales.
—Pero eso es incompleto, diga. ¿Y si son todos varones, cómo hago?
—No sé. No se me ocurrió. Para mí que Vincent nos quiere embromar, ¿no le parece?
—Ahora que lo dice… Supongo que querrá usar la información para seguir parando la olla. Si nos dice todo, capaz que se le termina el negocio. ¿Cómo dicen los gringos? Bísnes is bísnes…

Días después.
—¿Sabe que le pregunté a Vincent?
—¡Ah! ¿Volvió sólo para preguntarle eso de la raya del culo de los varones?
—Necesitaba un poco de coltan y aproveché.
—¿A usted también le está fallando el celular?
—¡Qué le parece? Es un problema. Todos andamos igual. Nos tendríamos que unir y que larguen esto de vender antenas de celulares que se autodestruyen. Es una estafa. Una estafa. Mire, después de todo, lo que le dan a uno en el negrero de David Vincent. Ahora se lo muestro… ¡Oh, se me ha caído! Con este peso…
—No hay problema, se lo alcanzo.
—Me va a tener que disculpar, buen señor, pero no me queda más que matarlo. ¡Usted es un invasor que se lleva el Niobio a Zertao 23! Lo descubrí, gracias a que a usted no se le ve la raya.
(Aparece David Vincent)
—¡Detente! Este es mi contacto, si me lo amasijas estoy frito.
—Pero… pero… ¡Es un invasor! ¡Usted me dio todos los datos! ¡No se le ve la raya del culo, como usted me dijo!
—Pero la vida es así, mi muchacho. Tengo que parar la olla. Lo siento, tenemos que proceder.
—¡Qué! ¡Por qué me miran así? ¿Me van a matar? ¡No, no me maten! Yo también soy invasor. ¡Soy de la centésima décimo primera legión, tercera invasión, vengo de Marte!
—¡Otro perdedor! Vincent, mándelo a la nave. Éste va para la olla comunitaria en la Pequod 41. Esta noche, los niños comerán marciano.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

Corrección cinematográfica - René Avilés Fabila


Cuando el aterrado público esperaba ver al inmenso King-Kong tomar entre sus manazas a la hermosa Fay Wray, el gorila con paso firme salió de la pantalla, y pisoteando gente que no atinaba a ponerse a salvo, buscó por las calles neoyorquinas hasta que por fin dio con una película de Tarzán. Sin titubeos –y sin comprar boleto-, con toda fiereza, destrozando butacas y matando espectadores, se introdujo en el film y una vez dentro, ansiosamente buscó su verdadero amor: Chita.

Acerca del autor:
René Avilés Fabila