sábado, 26 de septiembre de 2015

El títere - María Rosa Lojo


Se mueve para complacer a los otros, como todos los desamparados. Hará cualquier papel menos el propio. Será la abuela rezando junto a la ventana un rosario hecho con bolitas de ojos que vieron al Señor; será el padre que murió con rebeldía, esperando que cambiasen para él las leyes de la tierra; será la madre que antes de envejecer se dobló como un traje de fiesta y se guardó en un cajón, para que no la sacasen a vivir.
Será la mujer que gobierna sus hilos de marioneta y lo retira del escenario cuando termina la función y le canta canciones de cuna y lo acuesta, con piedad, junto a sus hijos.

Acerca de la autora:
María Rosa Lojo

La más absoluta certeza - Ana María Shua


Pocas certezas es posible atesorar en este mundo. Por ejemplo, Marco Denevi duda con ingenio de la existencia de los chinos. Y sin embargo yo sé que en este momento usted, una persona a la que no puedo ver, a la que no conozco ni imagino, una persona cuya realidad (fuera de este pequeño acto que nos compete) me es completamente indiferente, cuya existencia habré olvidado apenas termine de escribir estas líneas, usted, ahora, con la más absoluta certeza, está leyendo.

Acerca de la autora:
Ana María Shua

Una historia virtual - Rogelio Ramos Signes


Una cucaracha virtual apareció en la pantalla de mi computadora, y yo tenía que perseguirla y aplastarla con una chancleta, también virtual, mientras una señora española me decía: “Has recibido un nuevo mensaje”.
Entonces, entre miedoso y aturdido, rocié la pantalla con insecticida, a ver si la cucaracha se moría, y todo lo que conseguí es que la española que anunciaba los nuevos mensajes se largara a toser.
Un abogado, virtual, quiere llevarme a declarar ante un juez, también virtual, por el daño que virtualmente le hice a una mujer de la que solo conocía su voz, y ahora también su tos. Los tiempos son vertiginosos y yo no estaba preparado para todo esto.
Temo pasarme el resto de mi vida escapando sin cesar, acusado por un crimen que no cometí.

Acerca del autor:
Rogelio Ramos Signes

miércoles, 23 de septiembre de 2015

La puerta - Lilian Elphick


Thomas Bailey Aldrich le dijo a su ama de llaves que no abriera la puerta, pero ella lo hizo. Era el cartero.
Bailey Aldrich tuvo la carta entre sus manos por largo tiempo. No se atrevió a leerla. El sello del lacre revelaba una puerta con aldaba en forma de mano.
En 1938, Fredric Brown adquirió la carta cerrada en Cincinatti, Ohio, Estados Unidos. Rompió el sello y la leyó.
Brown soñó toda la noche con el contenido de la carta. A la mañana, mientras terminaba de escribir “Knock”, tocaron a la puerta.
Jorge Luis Borges, A. Bioy Casares y Silvina Ocampo en la Antología de Literatura Fantástica, compilaron, entre otros, las brevísimas historias de Bailey Aldrich, F. Brown y el cuento “La pata de mono”, de W. W. Jacobs, que narra el porqué las puertas no deben ser abiertas.
En 2013, la experta en sellos de lacre, Irina Kozlov, confirmó que la figura de la aldaba no era una mano humana.

Acerca de la autora:
Lilian Elphick

Éramos un millón de animalitos ciegos - Daniel Frini


Entraron a mi hogar destruyendo todo.
El primero en morir fue papá, al tratar de impedir que tomaran a mi madre; pero el más grande de los salvajes, el que a todas luces era el jefe del grupo, le asestó un tremendo golpe con su garrote, que deshizo su cabeza.
Mi hermano mayor me tomó entre sus brazos y quiso sacarme de la Gran Sala, alejándonos de casa. Nunca supe de dónde vino el ataque. Se le doblaron las piernas y caímos. Cuando vi sus ojos vidriosos escudriñando el vacío, comprendí que estaba muerto. Grité con todas mis fuerzas, en una mezcla de impotencia y locura.
Ese fue mi último acto conciente. Nunca más volví a ver a mi familia.
Los salvajes me encerraron en una caja pequeña, en completa oscuridad. Me alimentaban una vez por día y nunca me dejaron salir. El olor y la pesadez del aire eran insoportables.
No sé cuánto duró esa agonía. Perdía el conocimiento de continuo. En mis escasos momentos de lucidez notaba, a veces, una negrura total y otras, hilos tenues de luz que iluminaban mis manos sangrantes e infectadas, como el resto de mi cuerpo. Y en todo momento, el movimiento bamboleante me mostraba que íbamos andando hacia un destino que desconocía.
En el delirio de la fiebre oía desgarradores gemidos y hasta lo que, supuse, eran palabras que decían mis seguros compañeros de marcha y agonía. No reconocí sus lenguajes.
Cierto día, el bullicio del exterior se hizo atronador. En algún momento abrieron la puerta de mi caja y dos salvajes me sacaron, arrastrándome, de ella. La claridad cegadora inundó mis ojos. Cuando, después de un tiempo, pude adaptar mi vista a la luz, comprendí que estaba en una jaula. Con gran esfuerzo, me puse en cuclillas y pude apreciar la inmensidad del espanto.
Estábamos en una habitación muy grande, más grande que cualquiera que hubiese visto antes. Dispuestas a ambos lados de un pasillo; las jaulas, similares a aquella en la que ahora me encontraba, algunas más grandes, otras menores; estaban unas encima de las otras. En su interior, infinidad de seres de los que habitaron mi tierra. Desde los grandiosos Caballos-con-Trompa, hasta los hermosos Seres-que-Surcan-los-Cielos.
Mi jaula ocupaba uno de los lugares más altos, casi a la altura de una ventana circular. Haciendo un esfuerzo y poniéndome en puntas de pie, podía ver por ella un paisaje desolado: una gran extensión de arena, con algunos arbustos esparcidos aquí y allá; una llanura chata apenas cortada por una montaña solitaria, a lo lejos, detrás del horizonte.
En la jaula vecina habían colocado a una hembra de mi raza, a la que jamás había visto antes. La cubría de vergüenza su desnudez obligada, y aunque la supuse hermosa, su rostro con sangre seca, sus ojos rojos de llanto y su cuerpo tan maltratado, quizá como el mío; me empujaron a la pena y a la necesidad de consolarla. Le hablé con suavidad, pero ni siquiera me miró. Perdí la cuenta del tiempo que pasamos allí.
No había ningún tipo de separación entre las jaulas de arriba y las de abajo, de modo tal que el excremento y el orín de las superiores caían de una a otra hasta llegar al piso. Muchos de los cautivos que estaban en las jaulas inferiores murieron. Cada día, una vez, los salvajes entraban a la Gran Habitación y retiraban los muertos, ponían a nuevos prisioneros, recién llegados, en otras jaulas y nos daban escaso alimento.
Nos castigaban sin motivo. Creo que mi compañera enloqueció. Lloraba y llamaba sin descanso a su hijo.
Finalmente, una mañana en que vi el cielo oscurecido por las nubes, se abrió la puerta de la Gran Habitación y entraron todos los salvajes. A su cabeza, uno de ellos, de pelo blanco y cara surcada por arrugas viejas, y al que nunca habíamos visto; alzó su mano. Se hizo el silencio y con voz atronadora habló con palabras que no entendí, pero que aún escucho en mis oídos como a una maldición, como el motivo y razón de la muerte de mi mundo. El dijo: "¡Animales!, mi nombre es Noé".
Afuera se desató la tormenta. Llovió durante cuarenta días y cuarenta noches.

Acerca del autor: 
Daniel Frini

La respuesta - Rogelio Ramos Signes


—¿Quién se llevó mis llaves? —preguntó Paulina en voz alta frente al armario donde solía guardarlas. El silencio, con todo su desgano, hizo que sus palabras rebotaran en el amplio comedor de la casa—. ¿Quién sacó mis llaves del lugar de siempre? —insistió, perdiendo la paciencia pero aguzando el oído.
—¡Fui yo! —le respondió una voz grave y sonora como un trueno.
Paulina, lívida, hipotensa, temerosa, se desmayó, desplomándose pesadamente sobre el piso.
Creo que la gente que vive sola no debería hacer preguntas en voz alta.

Acerca del autor:
Rogelio Ramos Signes

sábado, 19 de septiembre de 2015

Bella - Leonardo Killian


Luego de años de dormir en lo más profundo del bosque, Bella despertó sintiendo que algo pegajoso y hediondo le tocaba los labios.
Se levantó de un salto y comprobó con repugnancia infinita que quien la lamía era un escuerzo de ojos saltones. El monstruoso animal parecía sonreírle.
Asqueada y furiosa, Bella lo pateó hasta matarlo.
Reventado contra un viejo ciprés, el príncipe encantado murió sin conocer el amor.
Bella, en cambio, se casaría más tarde con un plebeyo. Un leñador alcohólico y violento que le dio una existencia infeliz y desgraciada.
Fue el amor que conoció.

Acerca del autor:

Halcones de la noche - Patricio G. Bazán


—Disimula, Glenda; creo que nos están vigilando.
—¿Quién? No creerás que ese tipo de allá…
—Shhh… No, creo que no, aunque no me extrañaría que trabajara para Hoover…
—Jack, la semana pasada me dijiste que creías que era un espía ruso.
—Nunca se sabe. Sonríe, cariño… No me refiero a ese tipo: es otra cosa.
—A veces también sospecho que nos vigilan, Jack. ¿Acaso tu mujer..?
—Shhh… ¡Baja la voz, por Cristo! Ella no sospecha nada.
El barman los miró un instante, creyendo que lo llamaban. Pero no, lamentablemente no era con él la cosa. Suspiró agobiado. De los cuatro, era el único que había intuido la verdad desde hace un tiempo, pero no se atrevía a abrir la boca. Sabía que estarían atrapados allí hasta el final de los tiempos, y ya se había resignado. Al menos, pese al aburrimiento, no la pasaba tan mal. Peor era afuera, Dios lo sabía, con tantos jóvenes muriendo en la guerra. Tal vez el otro tipo supiera algo, pero jamás decía nada; solo un gesto para renovar el pedido, y volvía a encerrarse en su propio mundo.
Eran cuatro voluntades petrificadas en un marco dorado: cuatro seres de la noche condenados a permanecer en una pecera iluminada, como ejemplo o advertencia para los seres de la oscuridad.
—Creo que le gustas, Glenda.
—¿Al tipo aquel?
—Al barman, cariño. Ya lo he pescado un par de veces mirándote.
—Para ti, todos nos miran, Jack. Dime, ¿alguna vez te has preguntado qué demonios hacemos aquí? A veces siento que llevamos una eternidad en este boliche infecto.
—Estamos vivos, Glenda. Es lo único que importa.
—Si tú lo dices, Jack…

Acerca del autor:

martes, 15 de septiembre de 2015

Carta de un lector - Jorge Etcheverry


Todavía estoy en estas tierras boreales, y abusando de diversas hospitalidades y cuentas de internet. Eso me ha dado la posibilidad de enterarme de un importante suceso arqueológico. En el Globe and Mail del 7 de diciembre del año pasado, que es el principal periódico de Canadá anglófono, en la primera página se lee el siguiente título (traducción de este humilde servidor): “Evidencia de una antigua ciudad encontrada en las profundidades cercanas a Cuba”. Luego, en el cuerpo de la nota o artículo, se dice que la ciudad tendría 6.000 años y estaría dotada de megalitos “del tipo que uno podría encontrar en la Isla de Pascua”, teniendo “algunas de sus estructuras 400 metros de ancho y 40 de alto, algunas encima de otras”. Además, se pueden advertir, según el video que sirve de fuente a esta nota, accesible en el Youtube,“símbolos e inscripciones en un lenguaje desconocido”. El artículo, que continúa en la página A-5, afirma que las edificaciones se encuentran “entre 650 y 700 metros de profundidad”. El artículo se sume en la especulación cuando se afirma que “una atractiva posibilidad... es que si alguna vez se prueba que existió el legendario continente hundido de la Atlántida, estas estructuras habrían sido sumergidas durante el mismo cataclismo que causó la sumersión de estas ruinas”. 
Pero, con todo respeto, yo me atrevería a adelantar otra posibilidad. Es ya sabido que la Atlántida desapareció hace cerca de 40.000 años, y que estaba situada en el Pacífico y no en el Mar Caribe. Lemuria o Mu es incluso más remota. La posibilidad más verosímil es que estas ruinas se tratan de la ciudad de R’lyeh, lo que definitivamente constituye quizás la peor noticia posible para la humanidad en estos tiempos aciagos, ya que significa que el dominio mismo de este planeta por parte de la humanidad se encuentra en entredicho. La vastedad y peso estimado de los bloques de granito, replantean la interrogante de su transporte y manufactura, insinuando a la mente libre de prejuicios la ingerencia de medios no humanos o de una tecnología abismantemente desarrollada para el transporte y manufactura de las edificaciones. La falta de precisiones más concretas y detalladas, la vaguedad de la descripción quizás refleje el asombro o perplejidad de los investigadores frente a posibles alteraciones geométricas en un sentido no euclidiano. Debo agregar que, posteriormente a ese artículo noticioso del más importante periódico canadiense, no ha habido, sospechosamente, ninguna mención de este asunto por radio, internet, televisión o la prensa.
Ottawa, mayo del 2015.

Acerca del autor:
Jorge Etcheverry

Grin Bo Thon, comisario de sanidad alimenticia – Daniel Alcoba



para Melisa Cancio 


Si Grin Bo Thon, el doctor en bioquímica beijinés (“pequineses” son los perros), no hubiera sido hijo y nieto de cocineros de la provincia de Guangdong, nunca se habrían descubierto las proteínas con Carbono 14 y Carbono 15 en las hamburguesas, albóndigas, pasteles y empanadas expedidas por tres cadenas de comida rápida holandesa, dos californianas y siete del Extremo Oriente, cuyos análisis genéticos de inspección sanitaria revelaron su condición de exo platos preparados con carnes alienígenas. Y además, que ese “ganado”, antes de elaborarse en la cocina vivo, creyéndolo supercongelado, desembarcó en el hielo para hibernarse inmediatamente después en los icebergs del continente Ártico, de la manera más natural permitida en el Sistema Solar. Y que tal desembarco de colonos procedentes de Alpha Centauri, según indicaba la abundancia de Carbono 14 y C 15 hallados en los restos de pasteles de carne, así como en millones de empanadas, procedían de los tiempos de la primera glaciación del pleistoceno. Traduzco: tenían más o menos un millón seiscientos mil años de hibernación. ¿Es que no debían considerarse siquiera caducadas? 

Si los cookys guangdonguianos, abuelo y padre de Grin Bo Thon, no se hubieran aprovisionado de carne para la preparación de hamburguesas, steaks tartares, pimientos y berenjenas rellenas en el yacimiento abierto en el glaciar de la montaña que dominaba el pueblo no habría acaecido la menor catástrofe, y esta historia no tendría el menor interés. Pero como a causa de su herencia materna Grin era architataranieto de Lie Tse, el poeta taoísta, Grin Bo Thon llegó hasta la propia fuente de la carne alienígena. 
El gran maestro taoísta legó a Grin Bo Thon algunos dones: oír con los ojos, ver con los oídos, oler con ombligo y culo, hacer reconocimientos táctiles con el entrecejo valiéndose de un gong, y emitir flatulencias a distancias próximas a los diez mil li. Aunque nunca pudo viajar montado en el viento, como solía hacerlo su protoabuelo Lie Tse con ejemplar regularidad, porque estaba algo gordo para jockey del viento. 
Al secretario general de la federación de mandarinatos de la RPCH le bastaron el CV de Grin y su árbol genealógico taoísta para investirlo Primer Comisario de Sanidad con plenos poderes para investigar a fondo el origen de la infección sanitaria fraudulenta. Y reparar el daño infligido a la nación alienígena ya comida y digerida. 
A la vez, el anciano mandarín designó a un comité de biólogos, médicos, genetistas y hasta un astrofísico distinguido con el Premio Nobel, para que investigaran en torno al impacto patológico, neuro psíquico y genético de la contaminación proteica de C14 y C15 a escala global. 
La gestión de Grin Bo Thon como Primer Comisario de sanidad fue diáfana como una soleada mañana de enero en el Sáhara. Enfundado en su uniforme de sabueso, con pantalón horadado en los fondillos, para oliscar, Grin Bo Thon interrogó al jefe del departamento “insumos cárnicos” de la cadena de hamburgueserías más grande de China. 
Al sentarse en el sillón que le ofrecieran, el Comisario Primero olió la presencia de restos exógenos al instante. Más aún, el culo se le convirtió en una especie de trompa de elefante; por la eficacia olfativa, no por la forma porque de hecho, su culo seguía siendo un culo humano, pero atento a cualquier novedad odorífera. 
El comisario Grin Bo Thon detuvo al jefe del departamento de insumos cárnicos. Cuando este se puso de pie y echó las muñecas atrás para que el máximo inspector de sanidad lo esposase a la espalda, Bo Thon olfateó la cintura del detenido y otra vez captó una vaharada de presencia alienígena. 
El jefe de insumos cárnicos recibió tres descargas de picana taser de 75 000 voltios y 0, 0025 mA que lo dejaron tonto del todo unos veinte minutos, hasta que, repuesto, y sin que Grin Bo Thon le preguntara nada, explicó que la carne de hexápodos artúricos que se consumían en el Globo, procedía de la caza científica, racional, que explotaban los tricéfalos en las Sirenas de Arturo. Y que llegaba fraccionada y envasada al vacío en las naves transportistas fantasmas del tricéfalo Kurgburg, almirante galáctico del Gran Tricefalón del Nuevo Mega Imperio. 
El Primer Comisario comprendió al punto que a los hexápodos artúricos no había que indemnizarlos y ni siquiera pedirles perdón, que lo más lógico era seguir comiéndolos tranquilamente. Y que el tal Kurgburg ofrecía un excelente servicio a la humanidad ejerciendo el monopolio de la producción de carne de hexápodo, enorme cilindro de sabrosa carne que se sostiene y anda sobre seis enormes jamones.

—Siendo así —dijo Grin Bo Thon guardándose el taser en el bolsillo del corazón—, perdone usted los electrochoques que al menos le han servido de masaje, y explíqueme de qué se alimentan los alienígenas, y cómo puedo yo hacerles saber que estoy dispuesto a negociar con ellos y que para nada  los considero enemigos, aunque sí muy apetitosa comida. 
En cambio, el colectivo científico de biólogos, médicos, y físicos se empantanó en logomaquias y enfrentamientos teóricos que hicieron correr sangre y pusieron a la República Popular otra vez al borde de una profunda revolución cultural.


Acerca del autor:
Daniel Alcoba

Wells y Einstein - René Avilés Fabila


Aquel científico necesitaba saber qué sucedería si en la máquina del tiempo retrocedía al momento en que sus padres estaban por conocerse e impedir la relación.
Apareció en esa época sin mayores dificultades. Un joven llegaba al pueblo donde el destino le deparaba una esposa. De inmediato supo quién era. No en vano había visto fotografía del álbum familiar. Lo que hizo a continuación fue relativamente sencillo: convencer a su padre de que allí no estaba el futuro, de que mejor fuera a una gran ciudad en busca de fortuna. Y para cerciorarse lo acompañó a la estación de ferrocarril. Se despidieron y mientras desde la ventanilla una mano se agitaba, el riguroso investigador sintió como poco a poco se desvanecía hasta convertirse en nada.

Acerca del autor:
René Avilés Fabila

viernes, 11 de septiembre de 2015

Delito en blanco y negro - Adriana Alarco de Zadra


Describiendo el delito perfecto, después de unas líneas sobre el panorama y los alrededores, presenté a los personajes. Conocí a mi pareja en el segundo parágrafo. Era un hombre maravilloso, como un artista de cine, alto, guapo, de ojos celestes y la sonrisa en los labios. Siguió media página sobre nuestro romance, la vida en común y mi vida entre las nubes. Vivíamos felices en todo un abecedario de letras y jardines que no se puede describir en pocas palabras. Un manchón borró una parte de nuestra felicidad. Luego empezó el siguiente párrafo.
Había sido todo perfecto, hasta que me di cuenta de que no era yo la única que había conquistado su corazón. Entre paréntesis se había escondido una de sus amantes. “Clavel” con comillas, punto y coma, que llegó a mitad de la página, luego de haber pasado desapercibidos otros Nombres y Adjetivos femeninos anteriores y menos importantes, subrayadas solamente porque hacían bulto en el ordenador de mi computadora . Enfrenté a mi amado con toda el ansia, la tristeza y la decepción que pude sentir y desgarrar en una hoja de papel en blanco. No pudo aguantar tanta insolencia de una mísera palabra llamada “Tesoro”. Salió un tiro de su pistola. No sangré. Ni siquiera derramé tinta negra ni azul ni roja. Solamente apoyé el dedo en el botón y se apagó la pantalla. Todo quedó en blanco otra vez. El “Tesoro” sigue enterrado. Adiós, hasta otro cuento.

Acerca de la autora:
Adriana Alarco de Zadra

Ingredientes - Rogelio Ramos Signes


Hay trigo y cebada en La Biblia (Deuteronomio, capítulo 8, versículo7). Hay dátiles (Éxodo, capítulo 15, versículo 27). Hay cortezas de limón (Levítico, 23, 39). Hay pasas de uva y también de higos (Samuel, 30,11). Hay pistachos, como en cualquier desierto que se precie de tal (Génesis, 43,11). Hay moras (Amós, 7,14). Hay manzanas (Cantar de los Cantares, 2,3). Hay almendras (Jeremías, 1,11). Hay comino para espolvorear (Isaías, 28,25). Hay miel (Proverbios, 27,7).
Si con todo esto no preparamos un exquisito budín, aunque sea metafórico, no habrá libro de cocina que nos ayude y, lo que es más triste, tendremos que cambiar de religión.

Acerca del autor:
Rogelio Ramos Signes

La existencia de Dios - Daniel Frini


—…Y así demuestro la Hipótesis de Liebherman —dijo el Profesor—. Pero, distinguidos colegas, dejamos lo mejor para después de almorzar: con las ecuaciones de Ristresghard-Polensky demostraré la existencia de Dios.
Aplaudido, el Profesor se dirigió al restaurante de la Universidad, cruzando la avenida. Al bajar a la calle, un perrito lo hizo tropezar. Cuando apoyó su mano en el piso, una bicicleta pasó encima de ella. Dolorido, no vio el autito que lo golpeó despidiéndolo unos metros. Allí lo atropelló la camioneta que lo dejó tirado en el asfalto, donde el camión lo aplastó.
Ya dejé en claro mi intención de presentarme a los hombres en forma implícita. Odio a los que se empeñan en demostrar mi existencia.
Hasta mañana, si yo quiero.

Acerca del autor:

lunes, 7 de septiembre de 2015

Adiós maldito 2012 - José Vicente Ortuño


Estaba más que harto del año 2012. Cansado de que un gobierno de fascistas incompetentes se hubiese dedicado a joder al pueblo, al tiempo que se enriquecían ellos, sus amigos corruptos y la iglesia católica, con dos mil años de experiencia en corrupción. Deseaba que no hubiese existido el maldito 2012 o que se hubiese cumplido la tan esperada profecía maya del fin del mundo, pero no, aquí estábamos, a punto de comenzar el 2013, que no parecía que fuese a ser mejor. Desesperado, porque el médico, a causa de los recortes del gobierno, no me podía recetar más ansiolíticos, vagaba por mi barrio —casi a oscuras por la crisis, aunque en los barrios ricos y frente a las sedes del partido gobernante, seguían luciendo todas las farolas a plena potencia—. De pronto, de las sombras tenebrosas que producían la triste luz rojiza de las farolas ecológicas, salió una figura extraña. Sé que debía de haberme asustado, pero tras un año tan aciago no era capaz de sobresaltarme solo porque un tipo, que bien podría ser un asesino serial, me saliese al paso. ¿Qué más podía hacerme que no me hubiesen hecho los políticos?
—Porque lo hiciste mal —dijo con una voz que sonó como el arrastrar de un saco de piedras.
—Tío, si quieres pedirme dinero o robarme es que estás tan jodido como yo, no te molestes y busca a otro, que aquí no hay nada que rascar —dije intentando esquivarlo y seguir mi vagabundeo.
—Ha sido malo porque lo hiciste mal —insistió impidiéndome el paso una vez más.
—No sé qué coño quieres decir.
—El año.
—¿...?
—Qué cortito eres, caramba —dijo el extraño.
—¡O te explicas o te doy dos ostias! —amenacé.
—Que este año ha sido malo porque lo comenzaste mal.
—¿Lo empecé mal?
—Sí. ¿Qué hiciste la Nochevieja pasada?
—Nada. No estaba con ánimos para fiestas, ni la gilipollez de las uvas y todas esas supersticiones.
—¿Por qué crees que existen esas «supersticiones»?
—No sé… ¿las inventaron los comerciantes para vender?
—Pues no. Piénsalo bien, pues el futuro está en tus manos —y diciendo esto se fundió en las sombras y desapareció.
Vagué toda la noche en busca del extraño personaje, pero no tuve suerte, aunque al menos me dio tiempo para pensar. Llegué a la conclusión de que el tipo había dicho que, si seguía el típico ritual de Nochevieja, cambiaría mi suerte. Investigué sobre cuál de todas las supersticiones de fin de año era la mejor. Había un montón: comer doce uvas, llevar ropa interior roja o llevarla del revés, ponerse monedas dentro de los zapatos, comer lentejas o llevarlas en los bolsillos, beber una copa de cava con un anillo dentro, etc. No sabía cuál escoger, por lo que pensé que, si las ponía todas en práctica, el futuro año debería de ser genial. Comencé los preparativos.
A las 23:55 del 31 de diciembre tenía todo listo: doce uvas en una mano, en la otra una copa de vino espumoso de marca blanca con un anillo comprado en un bazar chino, un tanga rojo —también del bazar— vuelto del revés y que me apretaba los huevos a muerte, un puñado de lentejas crudas en el bolsillo, un bote de lentejas con chorizo abierto y preparado, monedas de un céntimo en los zapatos, que me atormentaban los juanetes, la rama de muérdago…
Sonaron las doce campanadas. Deglutí las uvas como si me fuera la vida en ello. De postre tomé dos cucharadas de lentejas, que debían de estar caducadas y sabían rancio. Bebí el sucedáneo de champán de un trago y casi me atraganto con el puto anillo. Me besé a mi mismo en un espejo bajo el muérdago. Olvidé qué había que hacer con las jodidas lentejas de los bolsillos y, cuando me quité los zapatos porque no podía aguantar más, las malditas monedas rodaron debajo del sofá.
Jadeante esperé a que sonase la última campanada. Entonces sucedió. El universo detuvo su expansión y comenzó a encogerse. La entropía y el tiempo se invirtieron. Vomité las uvas, las lentejas y el falso cava. Me calcé los zapatos con monedas en el interior, mientras las estúpidas lentejas crudas continuaban en mi bolsillo y el tanga seguía apretándome los cojones.
Los ritos supersticiosos funcionaron. Vale, quizás me pasé un poco. Tal vez hubiera de haber elegido solo uno de ellos. Pero no hay mal que por bien no venga, me toca vivir de nuevo el 2012, pero al revés. Lo bueno es que mi sueldo aumentará. Los impuestos bajarán, así como los recibos de la luz y el agua. Y ya veré lo que hago el próximo uno de enero. Lo mismo lo dejo así hasta que lleguemos a 1980. 

Sobre el autor: 
José Vicente Ortuño

Una camarera abre los ojos - Fernando Andrés Puga


Un whisky no siempre es efectivo para asimilar las derrotas. Creyó que sí; sería de tanto ver a los parroquianos que noche tras noche se dormían frente al vaso. Ella había sido abandonada después de haber sido seducida por el más apuesto de los galanes que frecuentaban el bar y supuso que entre el dorado brillo del scotch lograría olvidar la humillación que sentía. No pudo. Lo único que consiguió fue un cambio marcado en la mirada de sus ojos deslumbradores apenas entreabiertos, unas profundas ojeras y una estrepitosa caída desde la banqueta que la sostenía frente al viejo mostrador.
Al volver en sí encontró a su Adonis pidiéndole disculpas. La camarera enamorada del príncipe encantador creyó estar soñando, pero no. Era él quien durmió enroscado en el viejo sofá de la desvencijada habitación del hospital esperando que ella despertara. No podía creerlo. Pensó que sería la resaca, algo que nunca había experimentado pero que todos decían que hasta podía producir alucinaciones. Le dolía la cabeza, sentía el revoltijo en el estómago, quería ir al baño… mientras él seguía con las disculpas.
—No sé por qué te dejé sola. De haber sabido lo que pasaría no lo hubiera hecho, pero quién podía imaginar que te emborracharías. ¡Y con ese whisky barato! Por suerte llegué a tiempo antes que algún depravado quisiera aprovecharse de vos.
—Está bien, no importa —susurró ella, pensando que el oportunista había sido precisamente él y que no contento con eso, volvía a la carga. Quería que se fuera, que no la viera en ese estado. Tenía que mirarse en el espejo, segura de que parecía un monstruo—. ¿Por qué no me dejás sola? ¡Por favor! En cuanto salga de acá te llamo. ¿Te parece?
—No, no. De ninguna manera. ¿Cómo te voy a dejar sola?
—Pero eso es lo que quiero.
—No, de ninguna manera. Estoy en falta y tengo que acompañarte—. Insistió él con cara de borrego degollado.
De pronto ella se dio cuenta. Tenía ante sí a un reverendo pelotudo que no sería capaz de respetarla ni amarla como ella se merecía. Esta nueva lucidez ¿sería consecuencia del alcohol? Al fin de cuentas parece que algo pasa después de unas cuantas copas.
Cerró los ojos, los oídos, la boca y todo su cuerpo, segura de que al día siguiente él ya no estaría.

Acerca del autor:
Fernando Andrés Puga

La Paula - Ana María Caillet Bois


Cuando la Paula se dio cuenta de que le había llegado la hora fue a la iglesia, le pidió perdón a Dios bajo juramento, y  se tiró del campanario.
—¿Adónde irá  ahora la Paula que le vendió el alma al diablo? —dijo la Sara, y agregó—: siempre fue una descarriada.
—Hay que buscar el cuerpo —dijo el cura párroco.
—Yo la vi volar —dijo un niño que estaba en la calle.
—No —dijeron las mujeres que estaban tejiendo acolchados para los pobres—, la Paula  cayó en la arboleda que está detrás de la iglesia.
—Hay que buscarla —hablaron todos a coro..
—Formemos patrullas —dijo don Braulio, el viudo, que recién se enteraba de lo sucedido.
Se formaron las patrullas; el pueblo entero buscó en los techos, la copa de los árboles y todo lugar que pudiesen registrar, pero el cuerpo de la Paula se había esfumado.
La Paula, vivita y coleando, sentada en un cumulonimbus, una nube típica de tormenta, miraba a todo el pueblo que, convulsionado, seguía buscándola.
—Es imposible saltar —pensó la Paula y muy acongojada se preparó para ver su propio velorio.
Don Braulio y las hijas, cansados de buscar y de tanta habladuría, fueron a la funeraria y pusieron punto final al asunto.
—Preparen todo, se vela a cajón cerrado —dijo cortante el marido, tal vez viudo, don Braulio.
La casa velatoria estaba repleta de gente cuando la hija de la Sara comenzó a llorar con tanta angustia que contagió a los presentes, y también a la Paula que desde su nube miraba todo lo que ocurría y nunca pensó que la hija de la Sara la quisiera tanto.
Justo cuando partían para el camposanto se desató una tormenta tremenda, la lluvia levantó un muro transparente a través del cual era como si las personas se disolviesen y un viento arrollador arrastraba todo a su paso. La nube sobre la que estaba la Paula se deshizo en millones de gotas y ella se precipitó desde cinco mil metros de altura, quedando al lado del féretro, esta vez bien muerta. 
Enorme fue la sorpresa de los deudos, pero ahora la cosa tenía el color (negro) de los servicios fúnebres que todos conocemos. El cortejo salió de la cochería, y como en el pueblo de la Paula el cementerio queda a pocos metros de cualquier parte, los familiares y vecinos decidieron cargar el ataúd sobre los hombros, bajo la lluvia que arreciaba. Pero lo hicieron con tan poca fortuna que todos empezaron a resbalar y cayeron de bruces sobre el lodo. La confusión y el susto, al verse atrapados por esa masa achocolatada y pegajosa, produjo que varios fueran víctimas de ataques cardíacos. Otras personas, en su afán de socorrer a los caídos, se fueron enterrando más y más en el fango y desaparecieron de la superficie de la tierra. No hubo una sola familia que no experimentara la pérdida de uno, dos o más parientes. ¡Un verdadero cataclismo! Los pocos habitantes que quedaron vivos, al contemplar la magnitud de la catástrofe, no soportaron tanto dolor y se fueron muriendo uno a uno. 
Cuando la tormenta pasó, la única persona viva del pueblo era el cura párroco quien, desde el campanario, repetía la historia de la desaparición y caída de la Paula, y narraba entre sollozos la trágica muerte de toda la gente del pueblo. Nadie hubiera creído semejante cuento. Pero por suerte no había nadie escuchádolo.

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jueves, 3 de septiembre de 2015

La telaraña - Claudia Isabel Lonfat


Anoche soñé con Moncho García. Estoy seguro que me visitó en sueños para reclamarme algo, por qué otra razón me iba a visitar desde el más allá, sino para dejarme algún mensaje, algo que no pudo hacer o decir. Tengo que reconocer que me quedó cierta angustia, y culpa, que de no haberlo soñado, hubiese seguido perdido en mi memoria.
Tenía la mirada triste, y el brillo de las lágrimas que se negaban a caer, como si se hubieran congelado en los lagrimales. Ahora lo veía en mi mente, anclado en los ojos. Yo los cerraba con furia, pero al abrirlos, él retornaba con esa tristeza agobiante.
Moncho trabajaba en el banco X conmigo, fue uno de los tres compañeros secuestrados durante la dictadura, y el único que volvió. No se sabe por qué lo liberaron, pero puedo dar fe de que su padre hizo de todo para conseguirlo. Después de recuperarse físicamente, volvió al trabajo, pero ya no era el mismo. Con el tiempo nos empezamos a acostumbrar a su cambio y también a sus largos silencios.
Un día se arrimó y me dijo: —¿Ves a ese tipo de pantalones marrones y camisa blanca que está en el mostrador donde se pagan los cheques de los empleados estatales?
—Sí, claro, lo veo —le respondí.
—Fue mi torturador, el que me pegaba y vejaba.
Me lo dijo de una manera que me heló la sangre. No había tristeza, ni odio. Ningún sentimiento de repudio a la vista. Simplemente se quedó mirándolo, como si estuviera todavía atrapado en una telaraña. Le temblaban las manos, y para ocultarlo, las metía en los bolsillos, pero era imposible disimular, tenía una palidez de muerte.
Se me hizo un nudo en la garganta y me llené de odio. Creo que si hubiese tenido un arma, le disparaba sin miramientos a quemarropa. Moncho lo siguió observando, con esa mirada oblicua de vaca que va al matadero sabiendo lo que iba a ocurrir, y el hijo de puta del torturador, hasta parecía un viejito de esos que sacan a pasear al perro y conversan con chicos. Los tipos como él, creen que cumplieron con su deber, por eso caminan con la frente alta.
Entonces entendí porque esa visita en el sueño. Yo había dado vuelta la página, aún así, el odio seguía adentro. No había podido despegar de esas situaciones. Repetía la frase hecha “La vida sigue su curso”, cada mañana frente al espejo, como una oración salvadora, pero estaba vacío, no tenía contenido. Era lo que él me quería transmitir: que yo también había quedado atrapado en una telaraña.

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Claudia Isabel Lonfat

Burocracia - Héctor Ranea


—Me tendrá que acompañar —dijo el segundo atento al pasajero del rail-bus que no podía enteder por qué lo llevaban con petates y todo.
—¿Perdón? —atinó a decir, pero en el instante en que su tono de voz se alzó por sobre el promedio de ruido del motor, el tercer atento lo encañonó con un arcabuz tan arcaico como temible.
El primer atento le espetó
—Señor, le estamos pidiendo que se baje con todo y equipaje de este rail-bus. Ya seguirá el viaje cuando pueda, pero no haga que los demás pasajeros se retrasen por su tozudez.
Bajaron todos los atentos y el viajero. Amablemente, pero sin dejar de tener contacto físico con él, cosa sumamente molesta, lo llevaron a la oficina de control de tráfico y seres, ahí lo esperaba el jefe de atentos y el caporal de ejecutivos.
—¿Nombre?
—Juan de Dios Filiberto.
—¿Profesión?
—Músico.
—¿Especialidad?
—Tango.
—¿Nacionalidad?
—Se discute —contestó ingenuamente el interpelado.
Hubo un poco de intranquilidad en el cuerpo de los ejecutivos.
—¿Lo liquidamos, jefe? —dijo el caporal.
—¡Sh! —dijo este—. ¡Cállense la boca!
—¿Fecha de nacimiento?
—Más o menos en el 85, 1885.
—¿Sabe qué año es ahora?
—Si no me fallan las cuentas, el 2087.
—¿Sabe por qué lo está buscando la policía de Francia?
—Ni la menor idea —dijo Filiberti con no disimulada sorpresa.
—Lo buscan como desertor. Evitó hacer el servicio militar en tiempos de guerra por la Francia, señor.
—¡Pare un poco! Ni siquiera soy francés.
—Usted mismo dijo que su nacionalidad es materia de discusión —el que hablaba era el caporal de los ejecutivos.
Se hizo un silencio denso y oscuro.
—¿De qué guerra me acusan haber faltado?
—Incontables —contestó el primer atento—. Incontables. Desde la guerra de invasión a Anglia en 1033.
—¿Qué? Si ni siquiera había nacido, diga.
—Tenemos registros de que apareció durante la guerra de la oreja de Jenkins y no se alistó.
—¿De qué carajo hablan?
—Señor, modere su lenguaje —dijo el caporal acercando vistosamente la mano derecha a su pistola Ballester Molina calibre 45.
—¡Modere su locura! —contestó Filiberti—. Parece que me estuvieran tomando el pelo.
—Al parecer —dijo el jefe de los atentos—, usted no completó el formulario ZX23/40, señor Filiberti.
—Filiberto —lo corrigió—. No sé de qué me habla.
—¿No es usted un viajero del tiempo?
—Sí. ¿Y?
—Bueno, le informo que no llenó el formulario ZX23/40.
—¿Y de qué año es?
—Del 2045.
—Fíjese qué dice en mi documento de flete. Salí en el 1953. No estaba vigente.
—Las leyes no las hago yo —dijo el primer atento—. Tengo que vigilar que se cumplan.
—Bueno —concedió el viajero—. Dénme el formulario, lo lleno y listo.
—No es tan simple, señor. Me temo que va a perder el rail-bus.
—¿Y después, qué? —se alarmó Filiberto—. ¿Tiene idea del desbarajuste que van a armar con esta puta burocracia? Si pierdo el tren, habrá lío en todo el continente porque no habrá concierto y...
—¿Perdón? ¿Sugiere usted que nos salteemos un tema tan sensible? Por lo que a mí respecta, usted merece un tiro en la nuca, señor —exclamó contenido el caporal—. Es más, ¿procedo? —dijo dirigiéndose al jefe de atentos con la pistola ya desenfundada.
—Proceda —fue la última, fatídica palabra suya.
El disparo le sonó en el acorde de La Mayor a Filiberto que recordó, extrañado, a Discépolo en el último instante.
—Perdón Filiberto ¿me oye usted? —dijo la voz angelical de la revividora quinta.
—Sí; te oigo pero me retumba un La Mayor. Van a tener que hacer algo con el dolor. Esta puta burocracia me mata.
—Ni que lo diga. Tiene más entradas que nadie, Fili. Va a tener que hacer algo, parece que atrae a los atentos. Deje de usar sombrero.
—¿Usted tiene autoridad para darme consejos? ¿Desde cuando?
—Desde 2131, Fili.
—¡Caramba, cómo pasa el tiempo! —dijo y se durmió por un rato, apoyando su cabeza sobre el regazo de la revividora quinta, su favorita, a quien el llamaba su Clavel del Aire en flor.

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Héctor Ranea